sábado, 9 de agosto de 2008

SUEÑOS EN LA RUTA

La monótona estepa castellana se iba rindiendo ante el envite leonés. En el fondo, Quirce se alegraba. No, no desdeñaba la planicie pues era hombre de Tierra de Campos…, infinitos y dorados antes de la siega; verdes y suaves en la primavera. Su aburrimiento era producto del cansancio, quizás. Necesitaba emociones en la A6 y puso un compact de John Lee Hooker donde los trepidantes punteos de guitarra y la voz honda y melancólica del Boss arrancaban con “I´m going´upstairs”. – ¡Joder!, eso está bien, Hooker! Veo que me conoces tan bien como la ruta. Ya pasamos de Astorga, abriéndonos hacia el Bierzo. El Manzanal lo subes bien, cabrón, pero la bajada… Sí, Quirce hablaba solo en la cabina. Bueno, en realidad, no era así; hablaba con su colega, el Volvo FL6 que si estaba a tono, le contestaba con algún rugido de motor, pequeñas vibraciones o rítmicos soplidos de milibares de presión en algún cambio de marcha. La cálida cabina era su locutorio, su ocasional hogar…, su vida. Acompañan su querencioso recinto los compases de “Little wheel” al tiempo que aparecen las largas pendientes en la autopista. El medroso camionero enciende un habanos para ayudar a la concentración, mientras observa los manómetros del salpicadero: todo en orden de marcha. El subconsciente vuelve a traicionarle y, en vez de gozar del placer de oír los viejos blues o, simplemente, el bello paisaje berciano, se dedica a contar las frenadas. Es un día plomizo, con lluvia fina. Las nubes reposan en las crestas montañosas; hay un contraste interesante pues no todo es gris; se ven manchas ocres y verdes en las laderas que anuncian un otoño entrado: nogales marrones, manzanos amarillentos y perales deshojados pintan el ocre, pero hay lienzos verdes de robles carvallos y algún pino rodeno. No, no se fija hoy Quirce en ese detalle; lo sabe de sobra, eso es todo. Se arruga en la pendiente pronunciada de la A6, ante el frío brillo del asfalto, y para combatir el mal…, cuenta las frenadas. No quiere bajar de 7,5 kilobares y lo cierto es que lo ha conseguido: ha reducido en 4 ocasiones, ha utilizado el freno de gases 4 o 5 veces y la palanca del eléctrico no más de 3 veces. ¡Bien Quirce, cojonudo! A ver como lo haces en Pedrafita. La tarde cae deprisa, especialmente en la olla profunda que conforma el valle del Bierzo y que trabajosamente orada el río Valcarce. Del rosario de pueblos aledaños -Carracedo, Villafranca, Pereje, Trabadelo, La Portela o Ambasmestas-, opta Quirce por pernoctar en Trabadelo: descansa, cena y da un largo paseo junto al río. La lluvia menuda moja su rostro, el pelo se le encrespa. Acelera el paso de regreso, pero para junto al pretil del puente; mira el agua que discurre acelerada; oye su rumor; le habla al camionero. Silencio absoluto en el valle, apenas roto por el ulular de algún mochuelo. Excelente noche de descanso para este hombre que soñará algo productivo en la habitación amiga del motel de carretera. Sí, es cierto. Levantó la niebla, la lluvia, el aire húmedo. Amaneció un día claro; estupendo para continuar la ruta hasta A Coruña y descargar. Lo veía todo nítido Quirce, apoyado en el alféizar de la ventana; la que daba al aserradero, junto a aquel río cantarín y bullanguero. Soñó también el silencio del valle, el canto incansable del mochuelo, la imagen de sus hijas y… cómo no, la bella estampa del nuevo Volvo FE 320 de 7 litros. 
Elucubraciones del lobo Quirce que descaradamente anotó en la libretilla negra de rigor para mandárselas como artículo a la revista TM-Transporte Mundial que publicó el relato en el número 235 de enero de 2.007.









Periplos por la A-6 entorno a los valles del Valcarce y Trabadelo.



La A-6 recuerda bien este puebluco dando nombre a un túnel y a un viaducto.



Carteles de entrada a Trabadelo por la N-VI.


Viejo cartel de entrada a Trabadelo por la actual calle de Camino de Santiago que era la antigua calzada de la N-VI.


Típica finca agraria berciana a la salida del pueblo.


Fachada lateral del Hotel-Restaurante Nova Ruta.




domingo, 29 de junio de 2008

LA TENTACIÓN DEL LOBO

Cuando Quirce se decidió a escribir, estaba en un motel de carretera secundaria, por el Alto Campoo palentino, donde se refugiaba y descansaba de su larga y tediosa labor de camionero, especialmente aquel día, áspero y frío como pocos en la zona. Llegada la hora de la cena y al calor confortable del pequeño comedor, recordó los pensamientos que le acompañaban en la cabina, hacía apenas unos minutos. Sí, la cabina del camión era su compañera de trabajo, de conversación, de confesiones. Son muchas horas de trabajo solitario, pendiente de la carretera, de la mercancía que porta, de la carta de ruta, del destino, intentando cumplir horarios y fechas..., siempre solo, envuelto en un paisaje que cambia de continuo, según el viaje. La cabina era su fiel confidente y además su abrigo, en paradas de descanso obligatorias o cuando estaba lejos de cualquier sitio, le servía de morada para pernoctar en la cama anexa a la carlinga. Había algo especial allí dentro, en el propio aire que Quirce respiraba: reflexión, imaginación, historias... aventura.

Comía despacio, masticando lentamente el alimento, también las ideas, que le afloraban de continuo y eran rumiadas reiteradamente en su cerebro. Ocupaba el rincón orientado hacia poniente; el más cálido, pues la piedra del muro exterior absorbía el mínimo calor del sol de atardecer y se sentía al tocar las paredes internas, más tibias que en otros paramentos del salón-comedor. Lo cierto es que estaba a espaldas de un radiador que trabajaba sin descanso, exhalando térmias a destajo que daban confort a Quirce. Era vistoso el conjunto, las paredes repletas de colgantes y recordatorios, jarrones de colorines, algún cuadro oscuro y pringoso y las vigas exentas, de madera de roble albar, en las que se recreaba -a veces- el camionero, mientras ejercitaba su imaginación, mientras daba rienda suelta a sus geniecillos.

Comía despacio Quirce, pero el tiempo es inexorable... y terminó, al fin, sin solución de continuidad. Era obvio y, además, le quedaba el rito del café nocturno, su último vicio de cualquier jornada. Pero había algo más, era el momento en que Felisa se acercaba a su mesa -también acababa su jornada- y se sentaba con el camionero, llevando ineludiblemente su té ceilandés, algo tibio, como siempre le gustaba tomarlo. Depositaba el conjunto sobre el mantel a cuadros rojos, y acto seguido, vertía la infusión en su taza favorita, con delicadeza, con la perfección debida al buen uso de sus largas y fuertes manos de campesina campurriana. Saboreaba el té con profundidad, absorbía con pasión el aire latente en el entorno, pero era generosa y también sabía derrochar encanto, embrujo, enturbiando el estrecho ambiente del pequeño comedor de su motel. Sí, era la dueña, ama y señora de ese descanso carretero, donde acudía Quirce cuando su trabajo le hacía dirigirse por aquellos andurriales montañeses. Fumaban su penúltimo pitillo, se miraban -apenas interrumpían el silencio-, sólo se miraban, penetrándose ambos en sus pupilas oscuras, en comunión muda... ¡ se conocían tanto!, era innecesaria la retórica, el saludo, aun cuando llevaran meses sin hablarse.

El lobo Quirce (gran mote bautizado en alguna fiesta de camioneros, por su aspecto taciturno y solitario, que en madrugadas lluviosas, salía de la cabina y se internaba en el monte aledaño, en busca de... ¿qué?, algo ignoto para el resto de colegas, que le veían volver, empapado, con el pelo crispado -como un lobo ibérico-, la mirada afilada y brillante, casi amarilla, de tensión, de algún deseo atávico ya satisfecho) hablaba poco, apenas lo preciso, rodeado siempre de su silencio, de su digno porte de cánido al acecho; se expresaba con la mirada, no necesitaba más, apenas deseaba más, sólo silencio... quizá soledad. Pero hoy no, no rehuía la compañía de la hembra, especialmente de Felisa, que exhalaba un dulce aroma, especial, siempre especial para Quirce, su lobo amigo. Fumaba profundo, el sabor de un habanos, mientras cogía con fuerza la mano de la mesonera, la acariciaba, según un ritmo antiguo, de fuerza y suavidad alterna, con cariño, entrañablemente. Eran momentos mágicos para el camionero, los únicos que echaba en falta, a veces, en la carlinga, aquellos de ensueño, de aventuras; ahora no, ahora sentía la realidad, el cálido cuerpo de la mujer morena, que le miraba con detenimiento, que le hablaba entre susurros imperceptibles... no le hablaba, eran sus ojos comunicativos. No se confesaban nunca su amor, pero se querían hoy, quizás ayer, en la distancia kilométrica de sus propias ausencias, de sus lejanías. No necesitaban decirse nada y bien que llevaban cinco años -tal vez seis- de relación, de comunicación silenciosa, de contacto físico. Quirce conocía todas sus curvas, sus lunares, sus hoyuelos, el sabor de su piel salada y dulce, la fuerza muscular en tensión de la mesonera, sus glúteos potentes, su rotunda presencia aprisionante. Era el punto débil del taciturno porteador de mercancías, su ansiada parada de descanso, cuando el destino -eran los clientes o consignatarios-, le obligaba a transitar por la apartada carretera secundaria.

Lo cierto es que descansaba Quirce, aun cuando las horas transcurrieran rápidas, en el silencio y penumbra del pequeño comedor del mesón, al calor de un radiador cercano, que alejaba mucho la ventisca montañera, fría, hoy casi gélida. También era un rito el último tramo de esa espera silenciosa, ahora no tanto, cuando Felisa, en un movimiento lento y preciso, sacaba del bolsillo de su blanco delantal un pequeño libro que abría y con sus largos dedos, señalaba las primeras líneas de una página cualquiera, y leía... suavemente, con el acento querencioso castellano, como un rezo interior, algún poema al albur, según la suerte de ese día, mientras Quirce se concentraba de nuevo en la solera de roble, en las rugosidades, en los nudos negros... y recitaba con ella de memoria:

[...] He ido signando con besos de fuego 
La orografía suave de tu cuerpo 
Mi barba era una araña que cosquilleaba tu piel fina 
Mil sensaciones salvajes, gratas. 
Para ti, siempre en ti, conmigo, con el lobo aturdido, 
Contumaz, solitario, temeroso, sediento. 
Buscador de una paz interior, aúlla el cánido, 
Mendigando tu caricia, tu perdón... al fin y al cabo. [...] 

Un poemario de Quirce, tallado en la soledad de su cabina, protegido de vientos, tempestades o nieve, con el cielo blanco como techo protector, dictador de inspiración del camionero... siempre triste, insatisfecho. Fueron unos días luminosos, encendidos, para el lobo Quirce, que con facilidad pasmosa, enhebró unos versos melancólicos, animado por el influjo de una mesonera anónima, cuyo nombre quizás ignoraba entonces. Origen de una relación aún vigente que se ha ido consolidando en la distancia -han pasado varios años-, sin saber su sentido, su futuro.

Cuando publicó el mínimo poemario, dejó descuidado junto a la caja, un ejemplar con dedicatoria a Felisa, a la mujer que todo eran ojos negros, a la mujer parca en palabras y rica en gestos, la loba alta de cruz, esbelta, de suave pelo zaino, colmillos imponentes, blancos, brillantes. Y la mujer, claro está, según veía al camionero entrar en su castillo, sacaba cuidadosamente el librillo, que arropaba cálidamente en su mandil -era su seno-, con intención de tomar su té ceilandés en la mesa con mantel de cuadros rojos, la mesa referente de ese pequeño comedor, sabiendo que la grey de camioneros la miraba, la deseaba con ardor..., pero ella sólo entendía del calor que emanaba aquella mesa, la del rincón de poniente... la del lobo Quirce.

Subían a la alcoba especial destinada a Quirce, cansados de la sobremesa, de recitar poemas pesimistas, de susurrar sueños, motivaciones... y se enredaban de nuevo sobre la cama, saboreando otra vez algún pitillo, mirando el gris azulado del techo del refugio, entre caricias, entre movimientos bruscos del camionero: dentelladas a los senos, al cuello fuerte e hinchado de la dama, zarpazos a los muslos imponentes, mordidas selectivas a los lomos, sangre en los labios atrayentes, gruesos, de Felisa, dulces lamidos de sabor salobre -sudor en ambos, humedad por el cuerpo de la hembra-, que recogía sediento el buen Quirce. Tensión, gritos... aullaba como lobo; tensión, gritos... gañidos lúgubres y espasmódicos. Su frente perlada y caliente de acometidas salvajes, se terciaba en calma..., según trabajaba sus manos la mesonera; con paz y calma, sometiendo al animal compañero, como si de un poema leído se tratara. Acababa relajado Quirce, escondiendo su cabeza bajo el regazo de la mujer parca en palabras, en la seguridad de su querencia casi anónima, que le entendía, que le daba un tesoro -comprensión, quizás cariño-, sentimientos desterrados para Quirce, que jamás encontró en el negro asfalto, tras millones de kilómetros de carreteras, de vías..., de autopistas. Siempre está la solución en lo más recóndito, en lo más difícil; no en la autovía confortable, rápida y segura; a veces, es la carretera secundaria, sinuosa y arriesgada, después de conducir por puertos de montaña, sin peralte, descompensados y con traicioneros badenes..., una curva final y un amplio aparcamiento junto al motel, que señala su dominio con el humo grisáceo que despide la alta chimenea de ladrillo rojo, señal elevada que marca un hito en cualquier camino, en el de Quirce, en el de los colegas camioneros, en el del lobo pendenciero y taciturno, en busca de algo de paz, de sosiego gratificante para un alma de hojalata, más rota y oxidada que otra cosa.

De mañana cambió el clima; entraba un rayo de luz solar -había esperanza- que focalizaba el lecho de un Quirce ausente, dormido y relajado. La loba mesonera ya no estaba; tenía trabajo en su negocio y marchó temprano abajo, sin que el dormido compañero notara ausencias, ruidos o despedidas. Si el haz lumínico se afanaba en producir calor sobre la cama era sinónimo de que ya era tarde, quizás mediodía. Mañana espléndida en la montaña campurriana, que hacía olvidar los vendavales del día anterior, el tosco clima invernal del norte palentino. No había destino fijo en la ruta del camionero; cumplió su misión de entregar el porte y, ahora, descansaba feliz, sin preocupaciones de horarios o de entregas puntuales. Tenía en la mesa un aromático desayuno, copioso, con proteínas necesarias de las que estaba necesitado su cuerpo y, después, un café caliente, protegido en un termo, a la espera de que el lobo lo tomara.

Limpio, vestido y muy tranquilo, deambuló el camionero por la alcoba, como buscando algo intangible..., tal vez una idea, un pensamiento. Miró por el ventanuco, apoyado en el alfeizar, para descubrir la belleza de un paisaje agreste, silencioso, moteado de verdes y marrones, sobre un ligero blanco -nevó unas horas en la noche pasada- que reconocía como imágenes de niño, cuando vivía sumergido en esa zona de suaves montañas, de vientos norteños, frías brañas para el ganado vacuno: su infancia.

Buscó lentamente en su macuto, hasta descubrir el cuadernillo de apuntes, y se sentó junto a la pequeña mesa de su habitación, pegada al ventanuco, mirando el campo. Su intención era escribir algo; alguna sensación recóndita, aturdida en su cerebro, perdida en la maraña neuronal, que debía rescatar sin falta. Era heroísmo, necesidad:

“He vuelto al norte palentino. La mercancía -el mármol travertino- está en poder ya del destinatario. Quiero bajar a Madrid, pero algo me lo ha impedido y he buscado excusas, para desviarme por la N-611 hacía el valle de Santullán, con intención de alcanzar Perapertú; la jodida P-2206 y luego la P-2125 siguen traicioneras, descuidadas. Había placas de hielo y he sentido patinar el eje trasero, un segundo apenas, pero me he asustado. Tengo dos días libres, luego a Madrid, que hay carga de mármol para Lisboa; bien, un par de semanas de ruta fija, después... la suerte proveerá. Está bonita la montaña, un punto nevada. Desde luego la mañana es luminosa; hará frío fuera, seguro, pero desde aquí dentro, lo que se contempla es maravilloso. Ha arraigado bien la plantación de pino rodeno; hasta crecen como espárragos trigueros. ¡Bien!, eso está bien. Además protegen las tristes sabinas, cansadas de tantos vientos directos, fríos, que las impiden medrar en primavera. He visto la leñera repleta de troncos de quejigos. Tendré que ponerme “manos a la obra”, pero mañana. Hoy descanso contundente, absoluto. A lo más, determinaré cuándo empiezo la novela. ¿Incorporo a Felisa como personaje? ¡Joder..., se lo merece!, bien es cierto. Pero me cuesta adaptarla; me cuesta describirla como no es; me cuesta vestirla con ropas que no lleva; me cuesta poner en su boca palabras que no dice. Es silenciosa, difícil de montar una conversación con ella, aún cuando se trate de un diálogo breve. Tasio -el protagonista- abarca demasiado; habla mucho, casi por todos... se la comería en presencia, probablemente a besos. No, no puede ser. La mesonera no quiere hablar, no lo necesita. Su mínimo movimiento de los labios delata contradicción, inoportunidad, pero si sonríe es que la vida es bella; está placiente y a gusto. Cuando asoman como un rayo sus colmillos (esos incisivos grandes y brillantes) hay guerra inminente, deseo y pasión. La boca, sus dientes y un giro o inclinación de cuello, es su manera de asentir, de darte la razón..., de perdonarte. Si conjuga la expresión, el movimiento de cabeza, con gestos precisos de sus manos, no hay defensa posible, ni argumento. Es la demostración palpable, decidida, de que tiene razón su aserto, su mínimo comentario. Apenas opina de nada suyo, limitándose a preguntas -pocas y selectas-, sin intención de rascar, sin curiosidad aparente. ¿Qué diálogo le doy?... Recita brevemente, como en un susurro imperceptible, mostrando sus grandes incisivos, que acentúan la melodía de su dicción, siempre interesante cuando lee en voz baja. A veces observo sus ojos bajos, cuando dirige la mirada al libro y lee, pues dudo que el sonido salga de su boca; son los ojos, grandes, negros, con luz propia, los que leen y emiten la canción del verso que recita. No, no habla por la glotis, es un error. Se expresa por los ojos. No, tampoco. Es un equipo uniforme, ejercitado con eficiencia a través de los años, donde el protagonismo es de los ojos -bien es verdad-, pero siempre acompañado por las manos, que marcan el ritmo adecuado, el cuello, en movimiento lateral o hacia delante, con suave balanceo de hombros; marca el acento, tal vez el énfasis, un brazo, que apoya indiscreta sobre la mesa, para dar convicción a su argumento, que realza más su busto. No sé. Ella se expresa así. Puedo copiar del contenido de sus cuadernillos de estaciones: El de primavera, donde escribe sobre las florecillas rosas del escaramujo, las dedaleras, las andriniegas, las yemas incipientes del nogal, el culandrillo de la fuente, la esbeltez que adquieren los rosales silvestres del muro, donde tiene un banco de madera orientado a la solana y que entonces utiliza para leer o escribir, en sus ratos libres. Son pocos, lo sé; metida de lleno en su negocio, sin horarios (el día es un horario de trabajo para ella), con apenas unas horas libres, que roba a los huéspedes, a los camioneros indecisos, que demoran la marcha hacia su destino; rezongan en el salón, en el patio, evitando la inminente marcha, pues saben que se encuentran bien en tal lugar. Yo también remoloneo, como Toli, el alsaciano de la mesonera, arrumbado ahora en mi habitación. ¡Qué miras, ladrón! Se está bien aquí, ¿verdad? No bajas al salón..., te presto más atención yo, que la maraña de parroquianos que escupen en el suelo, o tiran la colilla por donde, a lo peor, tu pasas en ese momento. ¡Jodidos camioneros! Bueno, Toli, sigue así, tranquilo, mientras escribo estas notas... ¿La novela? Me ocuparé más tarde.”

Este pequeño oasis de remanso para Quirce era una recompensa, pero siempre dudaba de abusar de ella. Lo guardaba para las ocasiones, estaba a desmano de la mayoría de sus destinos programados. También, a veces, se olvidaba, cuando discurría en viaje, a mil, dos mil, tres mil kilómetros de allí, metido en otros pensamientos. Olvidaba Quirce. Quizás era su destino: olvidar.

Transcurrió su primer día tranquilo, sin intención de hacer algo productivo, pero el segundo se apañó más: decidió bajar temprano al corral, sacó diez troncos medianos de quejigos, los más secos, de diámetro regular y se puso a la tarea. Afiló bien un par de hachas que había en el cobertizo anexo a la leñera y anduvo entretenido cortando leña, haciendo astillas, para el horno de Felisa. Duro trabajo el de seis horas, pero la recompensa era un lechazo cuidadosamente hecho, con aromas de roble y de tomillo, según receta añeja de la abuela -antigua mesonera del lugar- y que la nueva, Felisa, hacía con oficio, poniendo cariño en el empeño. Sí, Quirce comía como un lobo, feliz, conjugando el manjar con un buen rioja, solo y en la mesa arrinconada del salón, la del mantel con cuadros rojos.

Pasó la tarde en el sotobosque aledaño, acompañado de Toli, jugando con él, castigando su cuerpo para que cobrara fuerza, rapidez de movimientos, reflejos, al fin y al cabo; haraganeaba demasiado en el mesón y necesitaba carreras y saltos el alsaciano. Lo curioso es que, ante la parroquia, era “perro lobo alsaciano”, aún cuando la mayoría ignoraba que de perro lobo nada, pues la historia fue así, tal como la cuento: “En la fría primavera de hace un par de años, bajando un portillo desde Salcedillo, Quirce frenó con brusquedad el camión, pues sobre la estrecha carretera, justo en el medio, yacía reventada una joven loba. Lo cierto es que Quirce observaba cierto movimiento en su seno y decidió parar y bajar de la cabina, para comprobar el trance. Junto a la loba, debajo de su pata delantera, con mucho pelo y ensangrentada, había una colita que se movía; también unas perlas negras, brillantes, que aparecían y desaparecían por momentos -eran los ojos que parpadeaban- y un morrito que exhalaba vapor, mezclado con sangre viscosa y reciente. Intentó tocar la loba el buen camionero, pero la bola negra de pelos y rabillo, se abalanzó sobre él, mordiéndole la mano repetidas veces; hincando unos finos colmillos en su palma carnosa, insaciable, sin cansancio. Se desprendió del animal muerto, como pudo, llevándolo hasta las peñas de Rodales, donde era frecuente que acudieran los buitres leonados ya que era una especie de comedero, y al lobezno negro de dos meses de edad, lo alojó en la cómoda cabina, para llevarlo al corral de Felisa, como buen regalo; desde luego, regalo insospechado”.

Junto a la fuente de La Gallina descansaron y Quirce se sentó en una losa plana, encendió un habanos y saboreó su grato aroma; pensaba en mañana -la vuelta al trabajo-, también en Toli, en el suceso triste que vivió el lobezno. El perro alsaciano yacía junto a él, en el fresco prado de la fuente y le miraba; su fino olfato humedecía, los ojos almendrados eran oro puro, las orejas enhiestas amoldaban su zona cóncava hacia Quirce, buscando una palabra, un sonido dedicado a su figura. Quirce no hablaba -hablaba poco, ya lo he dicho-, sólo le miraba; iniciaban ambos aquella comunicación ancestral, atávica, la de hacia cien mil años, cuando el homínido necesitó de la ayuda del gran cánido, sin decirle nada, sin hablarle -no sabía-, por puro instinto, en función de un gesto, un olor almizclado, quizá un gruñido..., al final, la palma de una mano vasta, grosera, con cicatrices, o bien, arrugada por la artritis, mutilada, insensible -la del anciano que sí sabía de necesidades-, la caricia directa, el roce con el lomo peludo y rasposo del perro de la tribu, recién llegado.

Lo cierto es que los parroquianos le pisaban -a veces y, desde luego, sin querer-, podrían quemarle con alguna colilla incendiaria, le gritaban su chulería, su altanería y otras veces, le insultaban por vago e indolente, o porque ladraba, si su instinto le decía que la mesonera era objeto de una broma, de una voz más alta que otra. Su cruz se elevaba todavía más, a 90 centímetros del suelo, pero su mandíbula era más grande entonces y, pese a todo, los caninos ya no cabían en su entorno, sobresalían del belfo arrugado y la cola..., era solemne, ancha y estirada a la altura de su cuerpo, como una continuación de sí mismo, acentuando la alerta en que se encontraba. Era bello, pura magia, poderío, asombrosa mutación de perro faldero en canis lupus signatus; es lo que era, lo que siempre había sido Toli, un lobo montaraz de La Pernía palentina. Sí, los dos llevaban un buen rato mirándose en la fuente, dialogando en sus cosas, amoldando sus vivencias a la novela que se traían entre manos, entre esas pezuñas grandes, ásperas y seguras, de trotamundos. El Quirce debía continuar la suya, ya era hora; el Toli imitándole, trataba por instinto de incorporar la masa humana que tenía al lado -que conocía bien, avisado de que era su jefe de manada- a su memoria olfativa, al libro de sonidos, orientación, olores y sabores, que cualquier animal va fabricando, va escribiendo a modo de novela.

Ambos intuían de nuevo la distancia, el alejamiento..., la despedida del camionero, en silencio, casi como había llegado el día anterior. Un mínimo ramo de cólquico cogió de la pradera, la pertinaz florecilla de invierno y primavera; su obsequio como despedida para la mesonera. Que supiera que también él, podría llegar en cualquier estación nueva.

NOTA: Variación del relato publicado en la revista Solo Camión, números 201 y 202 que se recoge aquí en la entrada anterior y huelga decir que ambos son producto de ficción sin que sean imputables a alguna experiencia del autor. 

Salud y buena ruta.



lunes, 12 de mayo de 2008

EN BUSCA DE UN DESCANSO

    
 
Cruzar la Palombera se le hacía siempre difícil a Quirce, pero en esta ocasión, se agravaba debido a las condiciones climáticas. Se entretuvo demasiado en el valle, descargando dos palets de mármol rosa para un maestro de obras amigo, con el que gustaba conversar cuando tenía ocasión de recalar en aquella zona. Ahora pagaba las consecuencias el camionero -charlatán muy ocasional- y sufría; sufría subiendo el puerto lentamente, con la mínima visibilidad posible, conduciendo con los cinco sentidos y aun cuando era una carretera secundaria conocida, su trazado tortuoso la hacía peligrosa siempre. La lluvia fina y los lienzos de niebla cada vez más densos eran el motivo de su sufrimiento, bien es cierto que incrementado por el riesgo añadido de un firme irregular, estrecho, con badenes y peraltes descompensados. La inercia del vehículo en marcha y la elevada carga que todavía transportaba -12 toneladas- hacían el resto.
 
Al llegar a la cumbre decidió el camionero medroso descansar un rato en una zona adecuada para aparcar, junto a una vieja venta solitaria, abandonada hacía ya muchos años, pero que servía a sus intereses pues sólo quería parar para revisar el estado de la carga y los sistemas de frenado ya que la bajada podía ser más peligrosa. Tuvo suerte y al tiempo que salía de la carlinga, parece ser que se abrieron claros en la tupida atmósfera montañesa. Dio el visto bueno a lo que pretendía: calderines de frenado, cubiertas, manómetros y carga. Se comió un bocadillo que llevaba de reserva y paseó por la zona aledaña, incluso de internó en la fronda de hayas de aquel paraje. No era un acto involuntario, o de simple curiosidad; era casi un rito del que ya había olvidado fechas de antigüedad. Bien, puede que llevara cuatro o cinco años haciendo servicios de transporte hasta Cabuérniga y, aunque estos eran intermitentes, nunca olvidaba pasar por allí, con deseos de descansar pero también para visitar este hayedo. Desde la vieja venta se adivinaba una pequeña senda, en dirección nordeste, por donde se internaba Quirce solitario, con intención de llegar hasta un claro y sentarse en la yerba fresca, apoyando su cuerpo en una roca plana - a modo de respaldo anatómico perfecto- y encender un habanos, saborear su aroma y relajarse.

 

Cumplió con tal rito también hoy, a sabiendas de que se mojaba, de que el ambiente era más hostil que en otras ocasiones, pero saboreó el tabaco, cuyo humo exhalaba lentamente, elevándose despacio, como si pesara, mezclándose con el aire condensado de humedad, que lo aprisionaba. Cerró los ojos brevemente, para acercarse con detenimiento al entorno: era consciente del leve rumor de las hojas al moverse por efecto de un ligero viento; vientos del sur, de la meseta, normales en la zona, cuando al atardecer, la temperatura disminuye poco a poco. De la profundidad del valle le llegaban percusiones muy rítmicas, traqueteos persistentes de invisibles picapinos, perforando viejos troncos secos de algunos robles, con el instinto natural que guía a estas aves, preludio de una primavera inevitable que es consigna para iniciar los nuevos nidos. Poco más percibía el camionero en cuanto a ruidos, pues él sólo perseguía el silencio; el silencio de la montaña, la monotonía que otorga la ausencia de ruidos. Aún había más y hoy se acentuaba: el aire. Sí, el aire era húmedo, pero traía otros aromas -ya no había humo- a tierra mojada, a humus vegetativo que se transforma, que crea riqueza, nueva vida y produce un olor especial, de lugar virgen, apenas hollado por unos pocos caminantes que se internan en la zona. Es un aroma a madera mojada, a resinas, a ámbar milenario que se mezcla con las hojas secas, con la yerba húmeda; es olor a limpio, en definitiva. No abre los ojos Quirce para elevarlos hacia el cielo; no hay cielo hoy, oculto por los grises sucios de nubes pertinaces, pero sabe de sobra el tono, las gamas de azules del cielo montañés. Le gusta el azul celeste que divisa en la cresta del puerto, como si tuviera influencias del color marino, no muy lejano, del Cantábrico.
 
 

Su rito -es un descanso, al fin y al cabo- siempre acaba al levantarse; continúa el camino de regreso hacia el camión y se para unos instantes, junto a el haya más majestuosa del conjunto. Acaricia su fuste, con suavidad, intentando robar la legendaria soledad de este enorme ejemplar, sentir el latir a través de su corteza, imaginar la visión panorámica que se puede contemplar desde su altura. Hay algo enigmático en este árbol, con ramas planas, pero muy altas -inalcanzables-, protegidas por brotes verdes de miles de hojas, arrugadas aún, iniciando el nuevo vestido de este año. Se apoya en las grandes raíces, retorcidas, que dibujan siluetas y oquedades infinitas; son agujeros y cubiles que dan vida y protegen a la pequeña fauna de estos parajes; invitan a fijarse en ellas, tan grandes, tan largas, sinuosas y en lucha permanente por conseguir salir del suelo, volar en libertad imposible, mezclarse y comunicarse entre ellas mismas, haciendo caso omiso a su origen, a su pertenencia distinta. Sí, las hayas crecen solitarias, distanciadas por una métrica matemática, pero su razón de ser, las raíces, se hermanan en permanente entrelazado.
 


Quirce regresa, guiado por la propia senda, subiendo y acomodando sus pasos por los perfectos escalones que conforman las raíces de las hayas; echa una última mirada a varios ejemplares jóvenes y los acaricia también, para sentir la corteza lisa, húmeda y brillante. Aprieta los líquenes que van creciendo en la zona norte de los troncos -son como esponjas- para que destilen agua, que Quirce recoge en sus manos, para refrescar su rostro cansado y continuar el camino.

Baja con atención el puerto, en dirección sur, hacia zonas más pobladas, las que conforman la región campurriana. La tarde cambia, apreciándose mejores claros y ausencia de nieblas, pero el día -invariable- se agota y deberá buscar lugar para pernoctar. No se sorprende, pues sabe sobradamente, cual es su lugar preferido de acampada. Ha salido a la N-611 y la ruta se hace cómoda y rápida; su intención es llegar a la desviación de Nogales del Pisuerga, para terminar la jornada. La última recta ya indica su cobijo, pues hay una elevada chimenea que expele humo en abundancia, preludio o hito que anuncia la posada.

– ¡Lobo Quirce!..., ¿Qué demonios haces por estos andurriales?
– ¿Hay habitación libre?..., Tasio.
– Joder, qué preguntas haces, Quirce… Hay ocho tráileres y 3 rígidos; estaremos como piojos en costura, pero tú no, seguro. Lo sabes de sobra, Lobo.

Revisó el recién llegado su vehículo, cerciorándose de controles y cierres; cogió la documentación de carga y el macuto con su ropa de cambio y algunos cachivaches personales y caminó hacia la entrada del motel de carretera. Apenas saludo con la cabeza a algunos parroquianos presentes; el camionero Quirce era parco en palabras y solía hablar con la mirada, algunos gestos indolentes, seguidos de movimientos precisos de sus manos. No, no solía pararse a cambiar impresiones, salvo las clásicas de las circunstancias de la ruta, de la carretera, del clima. Eran solidarios los conductores y siempre se comunicaban los posibles problemas de las vías por las que transitaban, pero hoy, la meteorología no daba para muchos comentarios, pues era evidente que el tiempo cambiaba para bien de todos, ya hacia el sur meseteño, como para la cornisa cantábrica y sus puertos de montaña.


 

No estaba la mesonera allí para recibirle, pero Celia en seguida le entregó una llave, la de la habitación alta y solitaria que se encontraba en la segunda planta, orientada a la solana, desde donde podía observar las colinas alternas -testigos separados de la huella horadada por el río Pisuerga-, algunos prados, el huerto de Felisa y los corrales. Echó una cabezada Quirce en su habitáculo, se duchó y adecentó un poco su figura -lo cierto es que poco, ya que era adusto hasta en la vestimenta-, para bajar al salón-comedor, con intención de cenar caliente las viandas famosas de aquella cocina camionera. Saludó a varios colegas que iniciaban su penúltima tarea, la de saciar el apetito, para después, dormir en la tranquilidad de aquel mesón recoleto y familiar, tan al gusto de la grey que componía Quirce y sus colegas. Había calor humano, cordialidad, y un refuerzo añadido en la chimenea, donde crepitaban varios troncos de rebollo, pues incluso en primavera, al caer la noche, la montaña palentina era fría, a veces, demasiado fría. Solía situarse el lobo Quirce en la mesa lejana de un rincón con buena cristalera, desde donde divisaba la ribera del río, la pequeña chopera que guiaba el cauce, un rústico puente que era la salida natural del pueblo hacia el mesón, hacia la carretera y allí comió, bebió un buen rioja que reservaba la propietaria para determinadas ocasiones, y Quirce descansó un rato, en espera del suculento flan con nata que tenía por costumbre tomar para cerrar su menú carretero.

Llegaba hasta la mesa de Quirce el aroma de té ceilandés que se cocía cerca, al tiempo que crecían murmullos entre los comensales. Nada nuevo bajo la luz tenue del comedor, bajo el calor y el olor que producían los maderos que se quemaban en la gran chimenea del comedor; era lo de siempre, saludos de la compaña a Felisa -furtivas miradas a su rotunda presencia, a sus curvas prodigiosas, a su lucida boca de labios carnosos y atractivos- , la mesonera dueña, que entraba con una bandeja amplia: sus cacharros del té, el café para el Lobo y un platillo con pastas del convento de San Andrés, muy caras y gustosas para el silencioso camionero del rincón, que ahora levantaba la mirada, brillante y audaz, al tiempo que sus cejas enmarcaban otro rito -el de la admiración-, su glotis emitía un rugido amable y cariñoso…, poco más, era la actuación de Quirce ante la llegada de su amiga.

– ¿Un mes…Quirce?, quizás… ¿dos?
– Ya, Felisa… puede que sean dos. He visto el huerto con mucha cizaña. Mañana cogeré la azada y el rastrillo.
– ¿Dónde vas?...
– Llevo mármol travertino para Astorga…, pero me quedaré un día más. Saldré el lunes, para coger la A-231 en Osorno.

Mínima conversación, acompañada por las infusiones calientes que cada uno tomaba a su manera, según su estilo propio. El lobo era así, solitario, mudo las más de las veces, acostumbrado a sus pensamientos en compañía de sí mismo, en la cabina de su camión, ordenando permanentemente sus ideas, sus deseos… sus sueños. Era consciente de su relación con esta mujer, y no dudaba en acudir a su instinto, si la suerte de la ruta, acercaba su destino a aquel castillo agradable, junto al río Pisuerga, en el cálido ambiente del mesón de Nogales. Bebían despacio, con intención de que aquel momento fuera siempre largo, al calor del fuego, al calor de los murmullos familiares de los colegas que terminaban su cena. Su diálogo era silencioso, pues hablaban los ojos, sus miradas profundas, enigmáticas: sabían siempre las respuestas a las preguntas que inquirían sus rostros, las cejas arqueadas, las muecas que formaban sus labios…, conversación entre seres que se amaban, aunque fuera en la distancia de miles de kilómetros de asfalto, de rutas imprevistas, de un clima perturbador, hostil. Olvidaban los adornos de la retórica, apenas hablaban del tiempo, de sus vidas…. Estrechaba con fuerza Quirce la mano de su compañera, mientras se deleitaba fumando un habanos. No, no hablaban con sonidos guturales, era simple química de deseo, de complacencia.

El rito continuaba, y al calor de su regazo, Felisa guardaba un pequeño libro, oculto en el mandil blanco, que ahora sacaba, descubría con cuidado. Abría invariablemente éste por cualquier página… y leía:

Ruge el viento montaraz, allí… en el roquedo
Preludio de un tiempo primoroso que ya llega
Se aprecia en el caudal de los regatos frescos
El manto de nieve disminuye…, se va licuando
Al tiempo que en el bosque se amplia el sonido
Es la tarjeta de visita de la primavera […]

El lobo Quirce mira hacia el ventanal; apenas puede apreciar el cuadro exterior, pues la oscuridad se hace patente, pero es una excusa, un pretexto para no mirar a la lectora; simple recurso para hacer trabajar la memoria y recitar hacia el cielo, en la propia intimidad de su cerebro. ¡Claro que conoce estos versos! Son trabajo pasado de otros descansos carreteros allí, junto al Pisuerga, al amparo de un castillo querencioso, que administra con cuidado su amiga, la mujer palentina que aquieta su alma, cuando ésta se rebela de tanta soledad, del intimismo permanente de su ruta.

Las largas horas en la carlinga, en cualquier descanso camionero, en los moteles y, especialmente allí, en la montaña campurriana, han conformado unos poemas, que el sutil lobo Quirce ha encuadernado para obsequiar a la soberbia mesonera; fue un regalo especial que no supo entregarle en mano, con verbo personal. Simplemente olvidó un día en el rincón, en aquella que era su mesa predilecta…, abandonado allí, junto a la taza de café vacía, pero que hábilmente dedicó a su amada. Por eso ella supo, en seguida, que el olvido no era fortuito, tenía la etiqueta de su nombre y un remite claro, del taciturno camionero que bajaba al valle del Pisuerga… de tarde en tarde.

Abandonaron el salón los últimos, tras la lectura suave de unas páginas; Felisa guardó con cuidado el librillo en el blanco delantal. Pasaron la noche juntos, en la limpia alcoba reservada a Quirce…, enrollando sus cuerpos, lamiendo sus aromas salinos, respirando, jadeando, entre dentelladas del lobo a los senos entrañables de la jefa de manada, a los potentes glúteos de esta loba, caricias, mordidas selectivas a los lomos, al cuello de Felisa. Quirce no se transforma; ya es un cánido atrevido, bien en la jauría de camioneros, o para el amor que profesa a la mesonera. Noche impregnada de aromas, sensaciones profundas en la estrecha habitación de aquel mesón de carretera. Descanso y silencio al final de otra aventura.

Quirce despierta tarde. Lo siente al percibir el calor solar que empieza a inundar la madera del suelo, en aquella habitación. Está solo; su compañera de manada hace tiempo que ha huido, pues tiene trabajo en el castillo. Hay que organizar el desayuno de la grey, limpiezas y programas hosteleros. Tiene un suculento desayuno preparado y lo aprovecha, allí mismo, sin salir de su pequeño cubil. Cogió nuevas fuerzas, energía, para bajar más tarde al corral, donde trabajó duro, hasta la llamada a la cocina. Lo cierto es que limpió el huerto, drenó los canales de riego, podó ramas de algunos árboles frutales y se aplicó en fabricar tierra abonada - quintal y medio, aproximadamente- para la ampliación que proyectaba su compañera. También proveyó la leñera, un poco exhausta tras el invierno, ejercitándose con un par de hachas que afiló cuidadosamente, para trabajar una docena de troncos medianos de quejigos, ahí preparados y bien secos.

Era un remanso de paz salvaje para Quirce, dosificando sus horas libres entre trabajos, casa y compañera. Dos días que robaba a la monotonía de la infinita carretera, que añadía con devoción a su mochila de satisfacciones. Descanso…, compañía y entendimiento con la mujer trabajadora del mesón. Pocas palabras, apenas unas miradas, el contacto de una mano que le acariciaba el rostro, unos susurros…, un gruñido de satisfacción.

El domingo se levantó el lobo temprano, pues había oído que cerca de su refugio, junto a un camino carretero, hacía días que yacía un viejo jabalí, junto a una tronera, buscando un sitio de resguardo que jamás encontró. De madrugada se deslizó furtivamente entre las sábanas de su camastro, respirando con ansias la fragancia que todavía exhalaba el aire quieto, el olor a mujer palentina impregnaba aún el ambiente. Ese día amaneció antes para él, que se vistió presuroso y en silencio, observando a la hembra, que descansaba en profundo sueño -ahora sola-, mostrando su rostro anguloso y perfecto, remarcado por las negras pestañas, plegadas y quietas, que intentaban dibujar dos segmentos de círculo, espesos, del color de la noche. Sentía el camionero la respiración, el aleteo de las fosas nasales; un ritmo acompasado en el corazón de la dama soñolienta se unía al suyo, a pesar de su marcha inminente. Quizás le hablara poco, pero cuando la veía, convivía con ella esos mínimos días, sentía pasión, enormes deseos de permanecer en aquel lugar recóndito, junto a la carretera N-611.

Cogió la mochila con el material fotográfico y un pequeño hide de lona marrón, con manchas verdes, mimetizado, como la vestimenta del lobo buscón, que se transformaba en fotógrafo paciente y perspicaz. Pegado a los arbustos de ribera, entre dos enormes zarzamoras, acopló su escondrijo y preparó los trípodes y teleobjetivos. Se acercó al animal muerto, para comprobar qué había ocurrido. La posición del jabalí era de tranquilidad, luego no fue muerte violenta, mas bien, agónica, tumbado con las patas recogidas, era un ejemplar grande y viejo; el largo pelaje empezaba a caerse y se encontraba hinchado, luego llevaba allí varios días. Los buitres bajaron probablemente el día anterior y dejaron algunas huellas: la jeta blanda y morruda había desaparecido con los primeros picotazos de las carroñeras. Se veía claramente la huesuda mandíbula y los largos colmillos; también las zonas blandas traseras, como el escroto y el ano, picadas ávidamente por los buitres, buscando las entrañas fáciles.

Se replegó Quirce a su cobijo, rodeado de un silencio pleno, apenas roto por el leve rumor de las aguas del río, ancho en esa zona, también silencioso. Ya podía vislumbrar el sol, tras las lomas cercanas que protegían el pueblo de Nogales y allí permaneció nuestro hombre, dos horas quizás, hasta que un ejemplar grande, vistoso y dominante, aterrizó con cierto estruendo, a unos 30 metros de la carroña. Quirce, tenso, siguió esperando -el buitre se tomaba bien su tiempo-, hasta que la confianza empujó al ave a seguir acercándose a la presa. Por fin, tras media hora, rondaban la carnaza 20 ejemplares, mas sólo estaba cerca, muy cerca, el ejemplar primero -el dominante de la buitrera palentina-, que se decidió a iniciar la comilona. Baile de buitres, gestos, posturas imponentes con las alas desplegadas, gritos y quejidos…, baile ancestral de aves carroñeras. Quirce sudaba, se excitaba y nervioso, tiraba instantáneas encadenadas, hasta gastar los dos carretes que llevaba.

 
 

Los buitres seguían, se alternaban en el selecto picoteo del animal muerto, pero Quirce estaba cansado; fumó un habanos con placer y cerró los ojos. Otro rito, quizás el último de la jornada: el rumor del hayedo, su olor a limpio, la sinuosa carretera secundaria hasta la N-611, la cena en el rincón de un caliente comedor de camioneros, el ritmo cadencioso de varios versos, la fragancia de una mujer, sus cálidos brazos que aún le protegían de miedos infundados -soledad perenne del conductor de mil destinos- al abrigo de su habitación preferida y escogida del motel, un huerto vivo y con futuro, una aventura de muerte para un suido, que era el porvenir de nuevas rapaces carroñeras, señoras del cantil cercano, horadado durante millones de años por el río Pisuerga, escudo protector de aves, animales, aguas que fluyen hacía el sur, plantas y arbolado confiado con ese clima, una mujer cercana y segura, en aquel paraje indómito, que es belleza pura.

Sí, Quirce cierra los ojos, escondido en aquel parapeto de lona, en busca de la última sensación: la lucha rabiosa entre la belleza absoluta de un paisaje agreste y la impronta mágica de una mujer de ojos negros.

                                        
Relato publicado en la revista Solo Camión en dos capítulos: números 201 y 202
Ilustraciones de Llorenç Amer
 

martes, 15 de abril de 2008

QUERENCIAS POR LA N-611



Nueve bobinas de cable secundario. Kilómetros de hilo grueso, serpenteante y sinuoso, como la vieja carretera N-611, desde las brumas marineras de Cantabria mezcladas con cielo gris y tormentoso.


Regresa Quirce hacia la meseta; lo necesita y, además, se lo merece. Vuelve de vacío, lo cual es más grato y ayuda a sus propios intereses. Ya ha currado bien en el aeropuerto, ayudando a la descarga de los gigantes carretes que, en un descuido, te aplastan impávidos, en silencio. Sí, la vuelta es relajada y lenta para este camionero curioso. Se recrea contemplando las campas verdes que tapizan El Pozazal y el Alto Campoo.


Marcha en paralelo al milenario cauce del río Pisuerga. Decide detenerse en la antigua villa de Aguilar; es territorio palentino.

– ¿Has visto qué atardecer?

– Se refleja el sol sobre las piedras de Santa Cecilia. Viste la iglesia con mantos de oro. ¿No te das cuenta…?

No, no se daba cuenta el interlocutor de este gentil hombre. Bueno, quizás sí, claro. Su viejo Mercedes 1317 no necesitaba contestarle. Le hablaba dándole calidez en la cabina; respondiendo correctamente a sus necesidades en la ruta. Llevándole y trayéndole donde éste quisiera, sin sustos, sin sobresaltos… Llevó la carga en orden y, ahora, le devuelve a él -al Quirce- a origen, para que siga su camino. Eso sí, siempre juntos, hablándose en la intimidad, a la sombra de los viejos muros de la colegiata, hoy; en algún aparcadero improvisado junto al remanso de cualquier río, mañana; al coronar un puerto imposible muchas veces, ampliando las vistas, donde descollan las hayas y los robles centenarios.

Han gozado los dos de tal estampa: La fábrica románica de la colegiata queda atrás, pero se llevan el recuerdo de sus arcos impolutos, de su bello pórtico, del saliente y primoroso campaníl. Hay fotos del recuerdo, y el camión también lo sabe; está allí, inmortalizado.

Pero el sol es imparable. Cae por ley física -rotamos invariables con intención de darle la espalda- para iluminar otras autopistas, vías o carreteras secundarias que guiarán a muchos colegas. Quirce acelera, aprovechando las largas rectas de la suave bajada campurriana. Busca cobijo cercano, junto al río Pisuerga, tras el pronunciado codo de Nogales, mínimo descenso y ¡zas!, refugio legendario en el mesón La Cueva. Cenará pronto las excelentes viandas de aquella posada camionera, paseará un rato junto al río y -seguro-, que atravesará el puente de Las Monjas, con intención de adentrarse en aquel pueblo -Alar del Rey-, buscando el fuerte sabor de un último café en El Paralelo.

El lobo Quirce


Pequeño relato publicado en el número 3 de la revista Truck de junio de 2007, con el título "Un día cualquiera" que he modificado, obviamente, pues ya lo utilicé en otro; lo cierto es que tenemos muchos días cualesquiera y, siempre, habrá algo distinto en ellos. Por eso.


miércoles, 19 de marzo de 2008

LA PRÓXIMA ESCULTURA


LA PRÓXIMA ESCULTURA o
LA PIEDRA DEL LOBO QUIRCE




El Quirce escribiendo en la cabina del camión. Ilustración de Llorenç Amer

Quirce llevaba una semana frenética y la buena ayuda del peruano Incahuanaco no le sosegaba; recibió en marzo un fax desde Nueva Zelanda, donde un viejo amigo le proponía un transporte peculiar. Como era consciente de la dificultad y peligros que entrañaba, fue dando largas al asunto, pensando que tarde o temprano el exiliado neozelandés olvidaría tal encargo, pero el último contacto fue por teléfono y el sagaz camionero no pudo zafarse ni evadirse del encargo. Mendiondo fue un competente capitán de buque mercante, trabajador infatigable y un punto aventurero. En 1971 intervino en una operación de importación en la que su cliente no pudo pagarle ni mercancía ni porte y el marino transfirió en dracmas al consignatario griego el valor en origen de la carga, adjudicándose su propiedad. Antojos de hombre trotamundos, que confía en la suerte como norma, que da valor -aunque lo ignore- a cosas u objetos que le resultan interesantes, evocadoras o simplemente extrañas. No estuvo mucho tiempo la carga en los depósitos del puerto de Santander, pues a las pocas semanas de la compra, la enorme roca se encontraba en una nave que el viejo Mendiondo tenía en el pueblecito de Ampuero. Lo cierto es que él la trajo a España y, además, la compró lícitamente; Quirce recordaba que ya le habló de esa aventura, pues navegó con ella a bordo, amarrada en cubierta, donde soportó una galerna infernal que le incitó a pensar que debía aligerar carga, empezando por la difícil piedra.



Salida de Ampuero que, por cierto, se encontraba en fiestas.




Cantera de mármol típica de Macael




Bloque sin desbastar de mármol.

                      Era una caliza de mármol del pentélico, desgajada de la veta primitiva hacía dos siglos, cuando los bloques se desprendían por métodos irracionales, a través de explosiones incontroladas, que dieron forma a un bloque piramidal, con altura máxima en su vértice superior de 4,67 metros y longitud en base de 5,21 metros, conformando un volumen de 13 metros cúbicos en bruto, sin biselado; no había indicios de que fuera arrancado para un uso civilizado.
 

                        Por su configuración, Quirce tiene que llevarla en una plataforma que se eleva 1,10 metro sobre la calzada, con lo cual, la altitud exacta del transporte es de 5,77 metros a presión conforme de neumáticos. Incahuanaco y Quirce han analizado la ruta metro a metro, desde origen a destino, en dos viajes previos: en turismo y en vehículo pesado, para estudiar la orografía, situación del firme, peraltes, badenes y cualquier otra deficiencia, además de la altura de los 94 pasos elevados por los que discurre su viaje. De ahí la expresión de semana frenética para Quirce y aunque exagere un poco, lo cierto es que para él, una pequeña agitación es ya un temblor, un ligero seísmo se convierte pronto en fuerte terremoto; este camionero cobarde se arruga en seguida.



Carga habitual de un bloque de mármol en plataforma de camión por aculamiento.

                        El pulcro camionero es un poco escritor y anota en un librillo a modo de cuaderno de bitácora los datos de la ruta, incidencias... a veces, pensamientos, impresiones del viaje; también sueños que tiene, que le surgen, a lo largo de miles de kilómetros de ruta carretera, caminos de tiempo y de vivencias, imágenes veloces que convergen en su retina de conductor atento, pero también humano, que distingue entre el negro asfalto y un bello paisaje, entre el traqueteo del motor y el silencio celeste y luminoso de cualquier cielo azul con nubes blancas, que como amigas, le acompañan en la ruta, le entretienen.

                     Y así, su libro de ruta contiene estas anotaciones: Hemos preparado la ruta y disponemos de las autorizaciones de tráfico pertinentes para transporte de mercancías que exceden de dimensiones reglamentarias; las imposiciones significativas de la carta de ruta son relativas a la velocidad máxima, que no debe sobrepasar los 45 kilómetros por hora y la limitación horaria (circular entre la 1 y las 6 horas a.m., o sea, de madrugada) para evitar el tráfico rodado ordinario, luego disponemos de 5 horas diarias para mover esta mole de mármol. Existen 37 puentes con altura inferior a la de nuestro convoy, que deberemos sortear por caminos alternativos. Para un viaje lento de 327 kilómetros, invertiremos 3 días, ya que no podemos mantener velocidades de crucero de 45 kms/hora, además de las condiciones metereológicas, que en algún punto pueden ser adversas.

                        En Ampuero nos ponemos en contacto con un apoderado de Mendiondo, pues éste, hace años que vive en la ciudad neozelandesa de Napier; un retiro de ensueño con balconada a la bahía y al amplio océano Pacífico, donde tiene tiempo sobrado para escribir sus memorias, además de pescar y, sobre todo, gozar de los cuidados y el cariño que le profesa Kairu, su joven compañera de aventuras, también neozelandesa pues nació en la pequeña isla de Pitt. Convenimos con el representante el transporte, emolumentos y verificamos documentación pertinente: certificado de peso -19 toneladas-, la vieja factura de compra que aún conserva, el conocimiento de embarque endosado a su nombre como nuevo propietario, la póliza de seguro que ha contratado y un certificado de origen griego sobre el mármol en cuestión así como otro de calidad, emitido por un instituto geominero griego visado por nuestra embajada en Atenas.



Carga lateral en plataforma de camión Astra


                        La potente máquina elevadora Liebherr deposita con sumo cuidado la carga en la plataforma de nuestro camión. Es un Volvo FM7 6x4 290CV (rígido de 3 ejes y 12 metros de longitud), idóneo para nuestro cometido pues no hay problemas de peso o longitud de carga, si no de altura así como de irregularidad de la mercancía en cuanto a su asiento y equilibrio. Procedemos al bloqueo de la enorme roca por medio de un entramado de cinchas flexibles y cables trenzados de acero; revisamos de nuevo vehículo y carga y nos decidimos a iniciar la marcha. 

                        Son las 3 de la madrugada y llevamos 2 horas de ruta que han transcurrido conforme a lo previsto; mantenemos la velocidad acordada y hemos cubierto 70 kilómetros del viaje. Tras el primer descanso, tomo el control del vehículo y continuamos la marcha, con el inconveniente de que se inicia una fortísima tormenta cuando estamos atravesando el alto sistema montañoso del Cantábrico; nos vemos obligados a detener la marcha en varias ocasiones, además de dos puentes que casi rozamos con la punta superior de nuestra ingente roca debido al ligero alzamiento de la amortiguación tras pasar por baches o badenes ubicados en las entradas de los puentes, donde circulamos casi parados, como deslizándonos sobre el asfalto, evitando todo tipo de vibraciones o saltos. Es una zona de bajada con fuerte pendiente, con cadenas montañosas a ambos lados; el cielo oscuro, encapotado de negras nubes y la fuerte lluvia hacen que la marcha sea tensa y dura, con el sólo aliciente de que estamos a unos pocos kilómetros de nuestra primera parada, pero en un instante, tengo la sensación de que algo golpea la parte baja de la cabina del camión y unos segundos después, cruzan por delante una docena de jabalíes, como envistiendo las ruedas delanteras del vehículo. Freno con fuerza, sobresaltado por el susto o la emoción del encuentro, pero es una zona con firme desequilibrado, con peralte invertido, en una vía estrecha que hace que el camión se deslice en su parte trasera haciendo una barrera que cierra la propia carretera. Bajé del camión nervioso y excitado; comprobé que estaba bien situado para rectificar y continuar la marcha; no vi ningún animal muerto o herido en la calzada; observamos un ligero desplazamiento lateral del bloque de mármol que tendríamos que corregir en la parada inmediata.




Piara de jabalíes en su medio.

                        Fue el descanso más deseado, aunque en la primera jornada sólo pudimos avanzar 130 kilómetros, nos pareció una distancia suficiente. Eran las 6 de la mañana y estacionamos en un motel cercano para comer un poco, y decidimos dormir unas horas. Por la tarde revisamos los aspectos técnicos del camión y fijamos mejor la carga, de acuerdo con la nueva inclinación del bloque sobre la plataforma. Apretamos algunos grados los cables trenzados y sustituimos varias cinchas deterioradas y mojadas para asegurar la carga. Por la noche, después de cenar, decidimos acercarnos al lugar donde nos envistió la jauría, pertrechados de las máquinas de fotos y unos palos. Pudimos comprobar que era una senda muy hollada y transitada por manadas de animales en ruta hacia un bebedero próximo -una charca fangosa- y que cerca de ese punto, cruzaba nuestra carretera; nos adentramos en la montaña, sorteando una tupida maraña de rebollos, pero eran visibles sus marcas en las bases de los troncos, pelados, rotos de ramaje y teñidos de barro, donde rozan sus lomos para limpiarse, aliviarse o despiojarse. Tenía sentido que al anochecer regresaran a su zona de descanso y ramoneo que ya podíamos adivinar, al llegar a un claro del bosquete, donde el suelo estaba hozado, revuelto y con marcas evidentes de encames, esparcidos junto a setos de voluminoso ramaje.



Ilustración de Llorenç Amer de la llegada del Quirce e Incahuanaco al motel.


                        Llovía agua menuda y se iniciaban las primeras brumas pues el aire estaba saturado con tanta humedad. Lo cierto es que nublado, sin luna y con algo de niebla, allí no se veía un carajo y nos parapetamos entre dos robles melojos, de mediano tronco y ramas suficientes para trepar a ellas en caso necesario. Ocultos allí y mimetizados por los oscuros chubasqueros, el peruano y yo nos mirábamos con intención de adivinar quién de los dos tenía más miedo. Nuestra expresión era de terror evidente que se acentuó cuando oímos cierto alboroto en dirección nuestra. Era un zumbido extraño, acompañado de ronquidos y chillidos, explosión de ramas que crujían y un fuerte traqueteo de pezuñas hendidas en la tierra… llegaban ya de regreso. Era pavoroso el ruido que se acercaba hacia nosotros, pero con cierta sangre fría esperamos -yo creo que era el hecho consumado y la determinación de que ya no había posibilidad de abandono- para ver los primeros ejemplares: dos machos enormes con fuertes defensas, que fueron capturados al unísono por nuestras cámaras. Con el fogonazo del flash, los dos jabalíes brincaron lateralmente y se perdieron en la maleza aledaña mientras se producía un ligero caos entre los ejemplares que les seguían, cuatro o cinco hembras y varios jabatos nacidos en el año.



Dos machos de jabalí con su imponente geta.


                        Fue una visión impactante y de gran emoción, que pervivirá en nuestras retinas durante mucho tiempo, especialmente para Incahuanaco, poco acostumbrado a estos animales. Permanecimos quietos como estatuas, durante no sé cuanto tiempo, sin mediar palabra, sin mirarnos, apenas percibiendo el profundo aroma, la atmósfera salvaje que habían dejado en el entorno. Al observar el reloj fuimos conscientes del tiempo invertido en la aventura, que había volado sin control, pues era media noche y debíamos regresar deprisa.

                        Volvimos con tiempo justo para descansar unos minutos e iniciar la ruta, señalada para la una de la madrugada. Transcurrió nuestro segundo día, o mejor dicho, noche, sin contratiempos, salvo un puente imposible de salvar que supuso retroceder 200 metros, para coger un camino alternativo, pero que nos restó media hora del horario prefijado. Hacia las seis de la mañana estacionamos el camión en un aparcamiento espacioso de un motel burgalés y dormimos largo y tendido. Llevábamos dos jornadas y 275 kilómetros, con lo que la del tercer día iba a ser más reducida. En la última jornada, apuramos la marcha máxima de 45 kilómetros a la hora, hasta que determinamos parar para auxiliar a un conductor que nos hacía señas desde la cuneta. Solicitaba nuestra ayuda con muecas y aspavientos, que por cierto nunca he entendido en estos casos, pues te producen más miedo que valor, y, simplemente o no paras, o paras asustado por necesidad.

                      A las 4 de la madrugada y cerca de la desviación hacía el pueblo de destino, paramos de nuevo para descansar y atender una inspección de carga y documentación por parte de la guardia civil. No hubo problemas, pero con tanta parada, llegamos a Aoslos al amanecer, muy cerca de la hora fijada en la autorización de tráfico.






                        Descansamos allí un buen rato y dado que hasta el mediodía no vendría nuestro contacto, decidimos pasear un rato para encontrarnos con un antiguo puente romano que hay cerca de este pueblecito, sobre el río Madarquillos o el arroyo de las Moreras, no recuerdo bien y que conserva parte de la calzada original en sus arranques. Es una bella zona, suave, aunque cerca de las estribaciones del macizo de Ayllón, en el sistema montañoso de Somosierra. Hay mucho terreno forestal y praderas con setos de encinas y jaras pringosas. Observamos el entorno, disfrutamos, descansamos...




Puente antiguo de probable origen romano sobre el río Madarquillos.

                        Regresamos al camión para desmontar la carga de la plataforma y allí quedó, en una espaciosa nave que era, al mismo tiempo, un buen equipado taller de escultura. Lavamos a presión la roca y procedimos, en unión del representante del comprador, a inspeccionar el bloque con minuciosidad, comprobando que no había roturas o fisuras recientes, ocasionadas por el transporte, vibraciones del vehículo o del terreno por donde había transitado.

                        Penetraban unos rayos de luz caliente por la claraboya de la nave, focalizando el bloque como un visor fotográfico, en una especie de acuerdo entre luz y mármol que personalizaban el volumen pétreo: diferentes matices de blanco, con algunas vetas grises y en un extremo, hasta rojas, que me hicieron pensar en las mezclas de mármol del pentélico, con variedades hispanas -¡llevaba tanto tiempo en nuestro suelo! - de blanco macael y travertino rojo, un poco pálido. La amplia nave, el camión incluso, quedaban empequeñecidos con la rotunda presencia de este bloque, ahora brillante, jaspeado de intensos brillos, centelleante, que absorbía en sus finos poros el agua vertida para su limpieza. Se erguía con enorme orgullo, impresionante, como invitando a los presentes a una dura lucha por adquirir una nueva forma: No, no éramos ni Fidias ni Polícleto, ni siquiera Demetrio Poliorcetes, pero no pude reprimir la tentación de acariciar la luz del Ática, pasando mis manos por su accidentada superficie, imaginando ser el experto moldeador de su volumen ahora indefinido, pero que bien se podía transformar en seductora obra de arte.

                        En una gran mesa de trabajo se entreveían varios bocetos: uno, quizá el modelo, representaba la tradición mitológica griega de Laoconte y sus hijos -ahora descubría la similitud del contorno del gran bloque de mármol y su fin- y en otros dibujos se mostraban conjuntos humanos, en disposición parecida, con un centro elevado y protagonista, sobre el que disminuían como en un tejado a dos aguas, otros personajes, inclinados, más pequeños, en actitudes de fragor, de valor infundido de batalla, semejantes a los que pintó Delacroix en 1830 con el título “ La Libertad guiando al pueblo”. Se podía adivinar la intención del artista, la ambición en sus bocetos, ya que para un Laoconte según la adaptación que conocemos del Museo Vaticano, la altura máxima del personaje central es de 2,42 metros, pero nuestro ignorado escultor de Aoslos, disponía de un bloque en el que se podía esculpir un David central, en el conjunto, en tamaño idéntico al que fabricó Miguel Ángel a principios del siglo XVI, con sus 4,10 metros de altura... y todavía sobraba mármol.




Obra escultórica de Laocoonte y sus hijos, aproximadamente del siglo I d.C. de la famosa escuela rodia esculpida por Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas. El poderoso sacerdote troyano y sus hijos son condenados por los dioses a morir estrangulados por serpientes marinas en una larga y trágica agonía.


                        Así terminaba la historia; no había más comentarios en el cuaderno de ruta de Quirce, ni sabemos de esculturas o de artistas que se hayan dado a la luz últimamente con obras de tamaña proporción y que intenten reflejar el espíritu del Ática. Reto imposible, quizá innecesario, pero lo cierto es que a Quirce sí le imaginamos en compañía del peruano, enredados en alguna otra aventura, haciendo fotos, o contemplando un antiguo puente, en cualquier carretera secundaria..., disfrutando del trabajo, al fin y al cabo.
Relato publicado en el número 206 de la revista Solo Camión, bajo el título "La piedra del lobo Quirce" con excelentes fotos de archivo de la revista (muelles, canteras, camiones Astra y máquinas elevadoras) y con ilustraciones de Llorenç Amer. El resto de fotos, del Lobo Quirce.