No he podido
evitar la tentación de grabar en mi sistema electrónico las chorradas y otros
dislates de estos lobos, silenciosos cuando quieren, pero charlatanes hasta
hartar, cuando una tiene que aguantarles todo tipo de comentarios soeces,
cutres y ramplones, además de ruidos, efluvios soporíferos y pensamientos en
voz alta que aburren a los borregos más despistados. Hasta la fecha, he
permanecido al margen de sus costumbres lobunas y pendencieras, pensando por
demás, que nunca sabría lo que es un cubil, así de lleno y crudo, pero en esta
semana ya lo he comprendido: Mi perfume habitual, el Ambi-electric Plus con
olor a bosque verde, no ha funcionado. No lo habría hecho ni el Brisa azul, ni
el Out´s, ni nada parecido; mis entrañas eran una auténtica madriguera de hurón
o comadreja con aromas añadidos de cánidos, humo de tabaco, vahos y alientos
toscos. ¡Coña!, si hasta me han grapado en las zonas nobles, estampas del penthouse,
private y sexpistons, que en tal ambiente se veían borrosas.
Lo cierto es
que han currado juntos, al unísono -eso creo-, en pareja formal de lobos
escrupulosos y leales al trabajo, mas cuando me penetraban, ya fuera para
conducir o acudir a los descansos reglamentarios, estos mamones eran como un
grano en el culo de larga duración -se me debe perdonar expresión tan
lenguaraz, pero hay que verles y aguantarles-.
El jodido
Quirce con el morro fruncido, enseñando caninos imponentes porque iba de
asistente. Espartero, tenías que haberle visto, de verdad. Se ha bufado cual
gato, ha ladrado como un vulgar perrilobo, se ha dedicado a monologuear, pero
“a voz en grito”, buscando la raspa y provocando al Boss, que tiene el morro
todavía más duro que su pareja. Es lo que tiene el asunto de ser libre, pero
juntas dos voluntades tan indómitas y se acaba todo, hasta la entereza y la
paciencia. La carretera es infinita en estos casos y ni siquiera en una cuneta
perdida y al raso nocturno, han dejado de darme la vara estos desventurados. Me
han embarrado, me han movido una eternidad, me han sobado bien, para adelante y
para atrás en el jodido aeropuerto leonés. La ruina; ha sido mi ruina.
Aguántales, Espartero: Imposible. Perrean como lobos hasta por la música, que debía
ser la que cada uno quería: no tengo dos sistemas de audio…, pero me lo pensaré
para el futuro.
– Coño, déjame
al Wes Montgomery -decía el Quirce-.
– Que no, carajo,
espera que termine Corelli, terciaba el otro.
– ¡Qué
pollas!, que son los Concerti grossi, opus 6 y duran más de una hora, mamón. No
me des más la brasa -insistía el Quirce-.
(Palabrotas,
exabruptos y chascarrillos, son textualidad de sus conversaciones, en las que
no tengo nada que ver).
El lobo Quirce
se entretiene escribiendo en el portátil y el otro se esconde en un descanso,
tras un motel carretero. No aparece hasta las tantas:
– Coño Luis,
que tenemos que cenar y buscar alojamiento, mamón.
– ¿Ah, sí?
Ahora me llamas Luis, ¿verdad? Ya no soy el lobo alpha, ni el boss, ni el geta.
Ahora soy Luis. Lo próximo será que me digas que podemos compartir literas
-sigue arguyendo el mendaz jefe-. Por cierto, están limpias… y ya es tarde
¿no te parece? Nos podíamos quedar aquí, tranquilitos…, en la cabina, a pasar
la noche.
– ¡Cómo que
nos podemos quedar aquí, cabrón! Qué raro. ¿No habrás hecho alguna de las
tuyas? -le contesta mosqueado el Lobo-.
– Te juro que
no, Quirce. Me he perdido un poco, nada más.
Lo cierto era
que tras el motel en cuestión, había un garito de copas y otras cosas, donde el
tarado del Boss se había dejado las dietas de aquel día (las de los dos) y
claro, no había para cenas o alojamientos.
– Ha sido como
una abducción, Quirce -continuaba argumentando a su manera este gilipollas-. ¿No
ves la esfera de multitud de partículas
luminosas que hay sobre el tejado de aquel tugurio? Pues eso: me han atraído
como si fuera una especie de agujero negro. Yo soy masa al fin y al cabo,
Quirce. ¿Comprendes?
– No, no te
comprendo, cabrón. Te pules las dietas. Me haces bajar el Alto del León con
nieve, ventisca y prisas, para ahorrarte los 18 euros del peaje, mamón. ¡Claro!
y ahora te gastas todo, por unas copas y algo más, cabronazo. Así no vamos a
ningún sitio. Eres la ignominia del gremio camionero, macho. ¿No te da
vergüenza?
No le daba
vergüenza, no, ni rubor, ni temblaba por sus errores. El Boss era así; siempre
a su aire. También es cierto que no todo fue un mar de lágrimas. Hubo consenso
a ratos y algo de complicidad: son lobos, al fin y al cabo. Aquel día, sin otro
pito -o rabo, según se mire- que tocar,
y muy cerca de Villafáfila, optaron por acercarse a la laguna grande.
– ¡Joder!
conduce despacio, mamón. –Vas a atropellar al zorro. – Nos vamos a caer a la
charca, jodio. –Quieres parar, de una vez, cansino. –Mira, mira tío, hay
cercetas. ¡Y azulones, cabrón! Míralos, están imponentes. – ¡Coño, quita las
luces! Todavía se ve bien y además espantas a los patos cuchara. – ¡Venga! Para
de una vez, coño. Iremos a pata. (Todas eran expresiones de ambos, en aquella
senda por la que intentaban acercarse a la laguna).
El sol se ponía
deprisa en el largo horizonte zamorano y estos tunantes, desnudos de la
agresividad característica, sin emitir un solo taco en media hora, caminaban muy
lentamente, como al rececho, elevando sus hocicos brillantes, en busca de un
rastro olfativo que indicara o descubriera la fauna escondida entre carrizos.
Era gloria verlos: dicen que el lobo caza al vuelo, en los vientos y que el
zorro es más vulgar, agacha la cabeza y sigue rastros por el suelo, hasta que
prende su presa, en cualquier momento. No, estos lobos sabían lo que hacían,
analizando el aire, el viento. Allí degustaron visualmente muchas presas,
golosas y gordas, en plenitud. Había legión de ánsares comunes, alguna barnacla
cariblanca, cercetas, frisos y fochas. Lentas cigüeñas blancas y algunas
garcillas bueyeras. No había grullas, pero disfrutaron con la presencia de
varias garzas reales. Sus miradas hacia el cielo, celosas de envidia,
contemplaban los planeos suaves del aguilucho lagunero, sobre la superficie
acuosa. Cernícalos primilla de algún pueblo cercano, también practicaban su
caza peculiar, proveyendo de grandes insectos, sus tejados nidos. Hubo largo
silencio y en esta ocasión se adivinaba lo que puede ser una selectiva caza de
dos lobos distintos, ya que uno era eterno caminante meseteño de Tierra de
Campos, pero el otro, el Quirce, estaba más acostumbrado a los peñascales y
lastras pernianas. Sigilosos y taimados, gozaron de la evolución y el
movimientos de anátidas y rapaces, sin
que, remotamente, éstas supieran que al acecho, eran contempladas por dos
cánidos hambrientos -al menos, el Quirce sí tenía gusa- y curiosos. No hubo
lances, ni arte venatoria. Miraron en silencio, observaron… y disfrutaron de un
lienzo donde late la vida salvaje, parecida a la de ellos mismos, simplemente.
En algunas
ocasiones, pocas, parecían lobos doctos, manejando recortes de prensa y
argumentando cuáles serían los más idóneos para incorporar al blog. Tenían
desperdigados por mi suelo y salpicadero algunos artículos interesantes sobre
la inmigración agraria leonesa, sobre el voluntariado genuinamente religioso
-ahí discutieron, de nuevo, y lanzaron gruñidos y gañidos temerosos- de los frailes
misioneros franciscanos; también sobre los cupos de alumnos de español para
inmigrantes, que citaba el Diario de León o la actividad de la asociación
Entrepueblos. Tenían
materia y la discutían a su modo, con miradas ambarinas severas frunciendo el
belfo o elevando el pelaje híspido, para parecer más poderosos ante el
contrario, pero siempre -en esos casos- predominaba la cordura lobuna propia de
cualquier manada que se precie.
Fue curioso
también su comportamiento analítico ante un vulgar puente en el camino.
Desviaron mi ruta varios kilómetros para coger un camino carretero que
comunicaba con una cañada real de la vieja Mesta y así, poder contemplar de
cerca un puente que he de reconocer como perfecto, construido por los
ilustrados, quizás sobre la base de otro medieval de estilo mudéjar. Hicieron
fotos del asunto y lo rodearon cual presa, en varias ocasiones para determinar
su categoría: cascote con escombro y sillares blancos bien labrados, con pretil de fábrica de ladrillo con
arcillas castellanas y aparejo de sillarejo en las partes menos vistosas,
tablero con perfil plano y punzantes tajamares bien dispuestos, pues el agua provenía de
arroyadas y no discurría por allí desde hacía mucho tiempo. Contaba una decena de
arcos rebajados de pura geometría, construidos con blanca caliza, al igual
que las zapatas, y ancha bóveda que debió dificultar el alzado de las cimbras
al maestro constructor. Entradas en embudo para el ganado, pretil bajo y sin
apartaderos, para que los rebaños cruzaran rápido. Hubo fotos, carreras y
juegos de escondite, simulando añagazas bajo los últimos arquillos de aquel
puente, mimetizados en arbustos, viendo pasar un legendario rebaño, con
pastores y mastines, al acecho, para atacar a alguna machorra cojitranca
descolgada del grupo por desvalimiento: festín soñado y divertimento; protocolo
de asalto a la proteína cálida que iniciaba el ejemplar alpha, pues el colega
-cansado de rutinas y de rangos- renunciaba a la menor lucha por principiar el
sustento. Aquello siempre será otra historia…, que sólo conocen ellos. Yo
relato el presente y veo a ambos cánidos esquivos pero macucos y bacilones…,
siempre libres.