Cuando Quirce se decidió a escribir, estaba en un motel de carretera secundaria, por el Alto Campoo palentino, donde se refugiaba y descansaba de su larga y tediosa labor de camionero, especialmente aquel día, áspero y frío como pocos en la zona. Llegada la hora de la cena y al calor confortable del pequeño comedor, recordó los pensamientos que le acompañaban en la cabina, hacía apenas unos minutos. Sí, la cabina del camión era su compañera de trabajo, de conversación, de confesiones. Son muchas horas de trabajo solitario, pendiente de la carretera, de la mercancía que porta, de la carta de ruta, del destino, intentando cumplir horarios y fechas..., siempre solo, envuelto en un paisaje que cambia de continuo, según el viaje. La cabina era su fiel confidente y además su abrigo, en paradas de descanso obligatorias o cuando estaba lejos de cualquier sitio, le servía de morada para pernoctar en la cama anexa a la carlinga. Había algo especial allí dentro, en el propio aire que Quirce respiraba: reflexión, imaginación, historias... aventura.
Comía despacio, masticando lentamente el alimento, también las ideas, que le afloraban de continuo y eran rumiadas reiteradamente en su cerebro. Ocupaba el rincón orientado hacia poniente; el más cálido, pues la piedra del muro exterior absorbía el mínimo calor del sol de atardecer y se sentía al tocar las paredes internas, más tibias que en otros paramentos del salón-comedor. Lo cierto es que estaba a espaldas de un radiador que trabajaba sin descanso, exhalando térmias a destajo que daban confort a Quirce. Era vistoso el conjunto, las paredes repletas de colgantes y recordatorios, jarrones de colorines, algún cuadro oscuro y pringoso y las vigas exentas, de madera de roble albar, en las que se recreaba -a veces- el camionero, mientras ejercitaba su imaginación, mientras daba rienda suelta a sus geniecillos.
Comía despacio Quirce, pero el tiempo es inexorable... y terminó, al fin, sin solución de continuidad. Era obvio y, además, le quedaba el rito del café nocturno, su último vicio de cualquier jornada. Pero había algo más, era el momento en que Felisa se acercaba a su mesa -también acababa su jornada- y se sentaba con el camionero, llevando ineludiblemente su té ceilandés, algo tibio, como siempre le gustaba tomarlo. Depositaba el conjunto sobre el mantel a cuadros rojos, y acto seguido, vertía la infusión en su taza favorita, con delicadeza, con la perfección debida al buen uso de sus largas y fuertes manos de campesina campurriana. Saboreaba el té con profundidad, absorbía con pasión el aire latente en el entorno, pero era generosa y también sabía derrochar encanto, embrujo, enturbiando el estrecho ambiente del pequeño comedor de su motel. Sí, era la dueña, ama y señora de ese descanso carretero, donde acudía Quirce cuando su trabajo le hacía dirigirse por aquellos andurriales montañeses. Fumaban su penúltimo pitillo, se miraban -apenas interrumpían el silencio-, sólo se miraban, penetrándose ambos en sus pupilas oscuras, en comunión muda... ¡ se conocían tanto!, era innecesaria la retórica, el saludo, aun cuando llevaran meses sin hablarse.
El lobo Quirce (gran mote bautizado en alguna fiesta de camioneros, por su aspecto taciturno y solitario, que en madrugadas lluviosas, salía de la cabina y se internaba en el monte aledaño, en busca de... ¿qué?, algo ignoto para el resto de colegas, que le veían volver, empapado, con el pelo crispado -como un lobo ibérico-, la mirada afilada y brillante, casi amarilla, de tensión, de algún deseo atávico ya satisfecho) hablaba poco, apenas lo preciso, rodeado siempre de su silencio, de su digno porte de cánido al acecho; se expresaba con la mirada, no necesitaba más, apenas deseaba más, sólo silencio... quizá soledad. Pero hoy no, no rehuía la compañía de la hembra, especialmente de Felisa, que exhalaba un dulce aroma, especial, siempre especial para Quirce, su lobo amigo. Fumaba profundo, el sabor de un habanos, mientras cogía con fuerza la mano de la mesonera, la acariciaba, según un ritmo antiguo, de fuerza y suavidad alterna, con cariño, entrañablemente. Eran momentos mágicos para el camionero, los únicos que echaba en falta, a veces, en la carlinga, aquellos de ensueño, de aventuras; ahora no, ahora sentía la realidad, el cálido cuerpo de la mujer morena, que le miraba con detenimiento, que le hablaba entre susurros imperceptibles... no le hablaba, eran sus ojos comunicativos. No se confesaban nunca su amor, pero se querían hoy, quizás ayer, en la distancia kilométrica de sus propias ausencias, de sus lejanías. No necesitaban decirse nada y bien que llevaban cinco años -tal vez seis- de relación, de comunicación silenciosa, de contacto físico. Quirce conocía todas sus curvas, sus lunares, sus hoyuelos, el sabor de su piel salada y dulce, la fuerza muscular en tensión de la mesonera, sus glúteos potentes, su rotunda presencia aprisionante. Era el punto débil del taciturno porteador de mercancías, su ansiada parada de descanso, cuando el destino -eran los clientes o consignatarios-, le obligaba a transitar por la apartada carretera secundaria.
Lo cierto es que descansaba Quirce, aun cuando las horas transcurrieran rápidas, en el silencio y penumbra del pequeño comedor del mesón, al calor de un radiador cercano, que alejaba mucho la ventisca montañera, fría, hoy casi gélida. También era un rito el último tramo de esa espera silenciosa, ahora no tanto, cuando Felisa, en un movimiento lento y preciso, sacaba del bolsillo de su blanco delantal un pequeño libro que abría y con sus largos dedos, señalaba las primeras líneas de una página cualquiera, y leía... suavemente, con el acento querencioso castellano, como un rezo interior, algún poema al albur, según la suerte de ese día, mientras Quirce se concentraba de nuevo en la solera de roble, en las rugosidades, en los nudos negros... y recitaba con ella de memoria:
[...] He ido signando con besos de fuego
La orografía suave de tu cuerpo
Mi barba era una araña que cosquilleaba tu piel fina
Mil sensaciones salvajes, gratas.
Para ti, siempre en ti, conmigo, con el lobo aturdido,
Contumaz, solitario, temeroso, sediento.
Buscador de una paz interior, aúlla el cánido,
Mendigando tu caricia, tu perdón... al fin y al cabo. [...]
Un poemario de Quirce, tallado en la soledad de su cabina, protegido de vientos, tempestades o nieve, con el cielo blanco como techo protector, dictador de inspiración del camionero... siempre triste, insatisfecho. Fueron unos días luminosos, encendidos, para el lobo Quirce, que con facilidad pasmosa, enhebró unos versos melancólicos, animado por el influjo de una mesonera anónima, cuyo nombre quizás ignoraba entonces. Origen de una relación aún vigente que se ha ido consolidando en la distancia -han pasado varios años-, sin saber su sentido, su futuro.
Cuando publicó el mínimo poemario, dejó descuidado junto a la caja, un ejemplar con dedicatoria a Felisa, a la mujer que todo eran ojos negros, a la mujer parca en palabras y rica en gestos, la loba alta de cruz, esbelta, de suave pelo zaino, colmillos imponentes, blancos, brillantes. Y la mujer, claro está, según veía al camionero entrar en su castillo, sacaba cuidadosamente el librillo, que arropaba cálidamente en su mandil -era su seno-, con intención de tomar su té ceilandés en la mesa con mantel de cuadros rojos, la mesa referente de ese pequeño comedor, sabiendo que la grey de camioneros la miraba, la deseaba con ardor..., pero ella sólo entendía del calor que emanaba aquella mesa, la del rincón de poniente... la del lobo Quirce.
Subían a la alcoba especial destinada a Quirce, cansados de la sobremesa, de recitar poemas pesimistas, de susurrar sueños, motivaciones... y se enredaban de nuevo sobre la cama, saboreando otra vez algún pitillo, mirando el gris azulado del techo del refugio, entre caricias, entre movimientos bruscos del camionero: dentelladas a los senos, al cuello fuerte e hinchado de la dama, zarpazos a los muslos imponentes, mordidas selectivas a los lomos, sangre en los labios atrayentes, gruesos, de Felisa, dulces lamidos de sabor salobre -sudor en ambos, humedad por el cuerpo de la hembra-, que recogía sediento el buen Quirce. Tensión, gritos... aullaba como lobo; tensión, gritos... gañidos lúgubres y espasmódicos. Su frente perlada y caliente de acometidas salvajes, se terciaba en calma..., según trabajaba sus manos la mesonera; con paz y calma, sometiendo al animal compañero, como si de un poema leído se tratara. Acababa relajado Quirce, escondiendo su cabeza bajo el regazo de la mujer parca en palabras, en la seguridad de su querencia casi anónima, que le entendía, que le daba un tesoro -comprensión, quizás cariño-, sentimientos desterrados para Quirce, que jamás encontró en el negro asfalto, tras millones de kilómetros de carreteras, de vías..., de autopistas. Siempre está la solución en lo más recóndito, en lo más difícil; no en la autovía confortable, rápida y segura; a veces, es la carretera secundaria, sinuosa y arriesgada, después de conducir por puertos de montaña, sin peralte, descompensados y con traicioneros badenes..., una curva final y un amplio aparcamiento junto al motel, que señala su dominio con el humo grisáceo que despide la alta chimenea de ladrillo rojo, señal elevada que marca un hito en cualquier camino, en el de Quirce, en el de los colegas camioneros, en el del lobo pendenciero y taciturno, en busca de algo de paz, de sosiego gratificante para un alma de hojalata, más rota y oxidada que otra cosa.
De mañana cambió el clima; entraba un rayo de luz solar -había esperanza- que focalizaba el lecho de un Quirce ausente, dormido y relajado. La loba mesonera ya no estaba; tenía trabajo en su negocio y marchó temprano abajo, sin que el dormido compañero notara ausencias, ruidos o despedidas. Si el haz lumínico se afanaba en producir calor sobre la cama era sinónimo de que ya era tarde, quizás mediodía. Mañana espléndida en la montaña campurriana, que hacía olvidar los vendavales del día anterior, el tosco clima invernal del norte palentino. No había destino fijo en la ruta del camionero; cumplió su misión de entregar el porte y, ahora, descansaba feliz, sin preocupaciones de horarios o de entregas puntuales. Tenía en la mesa un aromático desayuno, copioso, con proteínas necesarias de las que estaba necesitado su cuerpo y, después, un café caliente, protegido en un termo, a la espera de que el lobo lo tomara.
Limpio, vestido y muy tranquilo, deambuló el camionero por la alcoba, como buscando algo intangible..., tal vez una idea, un pensamiento. Miró por el ventanuco, apoyado en el alfeizar, para descubrir la belleza de un paisaje agreste, silencioso, moteado de verdes y marrones, sobre un ligero blanco -nevó unas horas en la noche pasada- que reconocía como imágenes de niño, cuando vivía sumergido en esa zona de suaves montañas, de vientos norteños, frías brañas para el ganado vacuno: su infancia.
Buscó lentamente en su macuto, hasta descubrir el cuadernillo de apuntes, y se sentó junto a la pequeña mesa de su habitación, pegada al ventanuco, mirando el campo. Su intención era escribir algo; alguna sensación recóndita, aturdida en su cerebro, perdida en la maraña neuronal, que debía rescatar sin falta. Era heroísmo, necesidad:
“He vuelto al norte palentino. La mercancía -el mármol travertino- está en poder ya del destinatario. Quiero bajar a Madrid, pero algo me lo ha impedido y he buscado excusas, para desviarme por la N-611 hacía el valle de Santullán, con intención de alcanzar Perapertú; la jodida P-2206 y luego la P-2125 siguen traicioneras, descuidadas. Había placas de hielo y he sentido patinar el eje trasero, un segundo apenas, pero me he asustado. Tengo dos días libres, luego a Madrid, que hay carga de mármol para Lisboa; bien, un par de semanas de ruta fija, después... la suerte proveerá. Está bonita la montaña, un punto nevada. Desde luego la mañana es luminosa; hará frío fuera, seguro, pero desde aquí dentro, lo que se contempla es maravilloso. Ha arraigado bien la plantación de pino rodeno; hasta crecen como espárragos trigueros. ¡Bien!, eso está bien. Además protegen las tristes sabinas, cansadas de tantos vientos directos, fríos, que las impiden medrar en primavera. He visto la leñera repleta de troncos de quejigos. Tendré que ponerme “manos a la obra”, pero mañana. Hoy descanso contundente, absoluto. A lo más, determinaré cuándo empiezo la novela. ¿Incorporo a Felisa como personaje? ¡Joder..., se lo merece!, bien es cierto. Pero me cuesta adaptarla; me cuesta describirla como no es; me cuesta vestirla con ropas que no lleva; me cuesta poner en su boca palabras que no dice. Es silenciosa, difícil de montar una conversación con ella, aún cuando se trate de un diálogo breve. Tasio -el protagonista- abarca demasiado; habla mucho, casi por todos... se la comería en presencia, probablemente a besos. No, no puede ser. La mesonera no quiere hablar, no lo necesita. Su mínimo movimiento de los labios delata contradicción, inoportunidad, pero si sonríe es que la vida es bella; está placiente y a gusto. Cuando asoman como un rayo sus colmillos (esos incisivos grandes y brillantes) hay guerra inminente, deseo y pasión. La boca, sus dientes y un giro o inclinación de cuello, es su manera de asentir, de darte la razón..., de perdonarte. Si conjuga la expresión, el movimiento de cabeza, con gestos precisos de sus manos, no hay defensa posible, ni argumento. Es la demostración palpable, decidida, de que tiene razón su aserto, su mínimo comentario. Apenas opina de nada suyo, limitándose a preguntas -pocas y selectas-, sin intención de rascar, sin curiosidad aparente. ¿Qué diálogo le doy?... Recita brevemente, como en un susurro imperceptible, mostrando sus grandes incisivos, que acentúan la melodía de su dicción, siempre interesante cuando lee en voz baja. A veces observo sus ojos bajos, cuando dirige la mirada al libro y lee, pues dudo que el sonido salga de su boca; son los ojos, grandes, negros, con luz propia, los que leen y emiten la canción del verso que recita. No, no habla por la glotis, es un error. Se expresa por los ojos. No, tampoco. Es un equipo uniforme, ejercitado con eficiencia a través de los años, donde el protagonismo es de los ojos -bien es verdad-, pero siempre acompañado por las manos, que marcan el ritmo adecuado, el cuello, en movimiento lateral o hacia delante, con suave balanceo de hombros; marca el acento, tal vez el énfasis, un brazo, que apoya indiscreta sobre la mesa, para dar convicción a su argumento, que realza más su busto. No sé. Ella se expresa así. Puedo copiar del contenido de sus cuadernillos de estaciones: El de primavera, donde escribe sobre las florecillas rosas del escaramujo, las dedaleras, las andriniegas, las yemas incipientes del nogal, el culandrillo de la fuente, la esbeltez que adquieren los rosales silvestres del muro, donde tiene un banco de madera orientado a la solana y que entonces utiliza para leer o escribir, en sus ratos libres. Son pocos, lo sé; metida de lleno en su negocio, sin horarios (el día es un horario de trabajo para ella), con apenas unas horas libres, que roba a los huéspedes, a los camioneros indecisos, que demoran la marcha hacia su destino; rezongan en el salón, en el patio, evitando la inminente marcha, pues saben que se encuentran bien en tal lugar. Yo también remoloneo, como Toli, el alsaciano de la mesonera, arrumbado ahora en mi habitación. ¡Qué miras, ladrón! Se está bien aquí, ¿verdad? No bajas al salón..., te presto más atención yo, que la maraña de parroquianos que escupen en el suelo, o tiran la colilla por donde, a lo peor, tu pasas en ese momento. ¡Jodidos camioneros! Bueno, Toli, sigue así, tranquilo, mientras escribo estas notas... ¿La novela? Me ocuparé más tarde.”
Este pequeño oasis de remanso para Quirce era una recompensa, pero siempre dudaba de abusar de ella. Lo guardaba para las ocasiones, estaba a desmano de la mayoría de sus destinos programados. También, a veces, se olvidaba, cuando discurría en viaje, a mil, dos mil, tres mil kilómetros de allí, metido en otros pensamientos. Olvidaba Quirce. Quizás era su destino: olvidar.
Transcurrió su primer día tranquilo, sin intención de hacer algo productivo, pero el segundo se apañó más: decidió bajar temprano al corral, sacó diez troncos medianos de quejigos, los más secos, de diámetro regular y se puso a la tarea. Afiló bien un par de hachas que había en el cobertizo anexo a la leñera y anduvo entretenido cortando leña, haciendo astillas, para el horno de Felisa. Duro trabajo el de seis horas, pero la recompensa era un lechazo cuidadosamente hecho, con aromas de roble y de tomillo, según receta añeja de la abuela -antigua mesonera del lugar- y que la nueva, Felisa, hacía con oficio, poniendo cariño en el empeño. Sí, Quirce comía como un lobo, feliz, conjugando el manjar con un buen rioja, solo y en la mesa arrinconada del salón, la del mantel con cuadros rojos.
Pasó la tarde en el sotobosque aledaño, acompañado de Toli, jugando con él, castigando su cuerpo para que cobrara fuerza, rapidez de movimientos, reflejos, al fin y al cabo; haraganeaba demasiado en el mesón y necesitaba carreras y saltos el alsaciano. Lo curioso es que, ante la parroquia, era “perro lobo alsaciano”, aún cuando la mayoría ignoraba que de perro lobo nada, pues la historia fue así, tal como la cuento: “En la fría primavera de hace un par de años, bajando un portillo desde Salcedillo, Quirce frenó con brusquedad el camión, pues sobre la estrecha carretera, justo en el medio, yacía reventada una joven loba. Lo cierto es que Quirce observaba cierto movimiento en su seno y decidió parar y bajar de la cabina, para comprobar el trance. Junto a la loba, debajo de su pata delantera, con mucho pelo y ensangrentada, había una colita que se movía; también unas perlas negras, brillantes, que aparecían y desaparecían por momentos -eran los ojos que parpadeaban- y un morrito que exhalaba vapor, mezclado con sangre viscosa y reciente. Intentó tocar la loba el buen camionero, pero la bola negra de pelos y rabillo, se abalanzó sobre él, mordiéndole la mano repetidas veces; hincando unos finos colmillos en su palma carnosa, insaciable, sin cansancio. Se desprendió del animal muerto, como pudo, llevándolo hasta las peñas de Rodales, donde era frecuente que acudieran los buitres leonados ya que era una especie de comedero, y al lobezno negro de dos meses de edad, lo alojó en la cómoda cabina, para llevarlo al corral de Felisa, como buen regalo; desde luego, regalo insospechado”.
Junto a la fuente de La Gallina descansaron y Quirce se sentó en una losa plana, encendió un habanos y saboreó su grato aroma; pensaba en mañana -la vuelta al trabajo-, también en Toli, en el suceso triste que vivió el lobezno. El perro alsaciano yacía junto a él, en el fresco prado de la fuente y le miraba; su fino olfato humedecía, los ojos almendrados eran oro puro, las orejas enhiestas amoldaban su zona cóncava hacia Quirce, buscando una palabra, un sonido dedicado a su figura. Quirce no hablaba -hablaba poco, ya lo he dicho-, sólo le miraba; iniciaban ambos aquella comunicación ancestral, atávica, la de hacia cien mil años, cuando el homínido necesitó de la ayuda del gran cánido, sin decirle nada, sin hablarle -no sabía-, por puro instinto, en función de un gesto, un olor almizclado, quizá un gruñido..., al final, la palma de una mano vasta, grosera, con cicatrices, o bien, arrugada por la artritis, mutilada, insensible -la del anciano que sí sabía de necesidades-, la caricia directa, el roce con el lomo peludo y rasposo del perro de la tribu, recién llegado.
Lo cierto es que los parroquianos le pisaban -a veces y, desde luego, sin querer-, podrían quemarle con alguna colilla incendiaria, le gritaban su chulería, su altanería y otras veces, le insultaban por vago e indolente, o porque ladraba, si su instinto le decía que la mesonera era objeto de una broma, de una voz más alta que otra. Su cruz se elevaba todavía más, a 90 centímetros del suelo, pero su mandíbula era más grande entonces y, pese a todo, los caninos ya no cabían en su entorno, sobresalían del belfo arrugado y la cola..., era solemne, ancha y estirada a la altura de su cuerpo, como una continuación de sí mismo, acentuando la alerta en que se encontraba. Era bello, pura magia, poderío, asombrosa mutación de perro faldero en canis lupus signatus; es lo que era, lo que siempre había sido Toli, un lobo montaraz de La Pernía palentina. Sí, los dos llevaban un buen rato mirándose en la fuente, dialogando en sus cosas, amoldando sus vivencias a la novela que se traían entre manos, entre esas pezuñas grandes, ásperas y seguras, de trotamundos. El Quirce debía continuar la suya, ya era hora; el Toli imitándole, trataba por instinto de incorporar la masa humana que tenía al lado -que conocía bien, avisado de que era su jefe de manada- a su memoria olfativa, al libro de sonidos, orientación, olores y sabores, que cualquier animal va fabricando, va escribiendo a modo de novela.
Ambos intuían de nuevo la distancia, el alejamiento..., la despedida del camionero, en silencio, casi como había llegado el día anterior. Un mínimo ramo de cólquico cogió de la pradera, la pertinaz florecilla de invierno y primavera; su obsequio como despedida para la mesonera. Que supiera que también él, podría llegar en cualquier estación nueva.
NOTA: Variación del relato publicado en la revista Solo Camión, números 201 y 202 que se recoge aquí en la entrada anterior y huelga decir que ambos son producto de ficción sin que sean imputables a alguna experiencia del autor.
Salud y buena ruta.