Al llegar a la cumbre decidió el camionero medroso descansar un rato en una zona adecuada para aparcar, junto a una vieja venta solitaria, abandonada hacía ya muchos años, pero que servía a sus intereses pues sólo quería parar para revisar el estado de la carga y los sistemas de frenado ya que la bajada podía ser más peligrosa. Tuvo suerte y al tiempo que salía de la carlinga, parece ser que se abrieron claros en la tupida atmósfera montañesa. Dio el visto bueno a lo que pretendía: calderines de frenado, cubiertas, manómetros y carga. Se comió un bocadillo que llevaba de reserva y paseó por la zona aledaña, incluso de internó en la fronda de hayas de aquel paraje. No era un acto involuntario, o de simple curiosidad; era casi un rito del que ya había olvidado fechas de antigüedad. Bien, puede que llevara cuatro o cinco años haciendo servicios de transporte hasta Cabuérniga y, aunque estos eran intermitentes, nunca olvidaba pasar por allí, con deseos de descansar pero también para visitar este hayedo. Desde la vieja venta se adivinaba una pequeña senda, en dirección nordeste, por donde se internaba Quirce solitario, con intención de llegar hasta un claro y sentarse en la yerba fresca, apoyando su cuerpo en una roca plana - a modo de respaldo anatómico perfecto- y encender un habanos, saborear su aroma y relajarse.
Cumplió con tal rito también hoy, a sabiendas de que se mojaba, de que el ambiente era más hostil que en otras ocasiones, pero saboreó el tabaco, cuyo humo exhalaba lentamente, elevándose despacio, como si pesara, mezclándose con el aire condensado de humedad, que lo aprisionaba. Cerró los ojos brevemente, para acercarse con detenimiento al entorno: era consciente del leve rumor de las hojas al moverse por efecto de un ligero viento; vientos del sur, de la meseta, normales en la zona, cuando al atardecer, la temperatura disminuye poco a poco. De la profundidad del valle le llegaban percusiones muy rítmicas, traqueteos persistentes de invisibles picapinos, perforando viejos troncos secos de algunos robles, con el instinto natural que guía a estas aves, preludio de una primavera inevitable que es consigna para iniciar los nuevos nidos. Poco más percibía el camionero en cuanto a ruidos, pues él sólo perseguía el silencio; el silencio de la montaña, la monotonía que otorga la ausencia de ruidos. Aún había más y hoy se acentuaba: el aire. Sí, el aire era húmedo, pero traía otros aromas -ya no había humo- a tierra mojada, a humus vegetativo que se transforma, que crea riqueza, nueva vida y produce un olor especial, de lugar virgen, apenas hollado por unos pocos caminantes que se internan en la zona. Es un aroma a madera mojada, a resinas, a ámbar milenario que se mezcla con las hojas secas, con la yerba húmeda; es olor a limpio, en definitiva. No abre los ojos Quirce para elevarlos hacia el cielo; no hay cielo hoy, oculto por los grises sucios de nubes pertinaces, pero sabe de sobra el tono, las gamas de azules del cielo montañés. Le gusta el azul celeste que divisa en la cresta del puerto, como si tuviera influencias del color marino, no muy lejano, del Cantábrico.
Su rito -es un descanso, al fin y al cabo- siempre acaba al levantarse; continúa el camino de regreso hacia el camión y se para unos instantes, junto a el haya más majestuosa del conjunto. Acaricia su fuste, con suavidad, intentando robar la legendaria soledad de este enorme ejemplar, sentir el latir a través de su corteza, imaginar la visión panorámica que se puede contemplar desde su altura. Hay algo enigmático en este árbol, con ramas planas, pero muy altas -inalcanzables-, protegidas por brotes verdes de miles de hojas, arrugadas aún, iniciando el nuevo vestido de este año. Se apoya en las grandes raíces, retorcidas, que dibujan siluetas y oquedades infinitas; son agujeros y cubiles que dan vida y protegen a la pequeña fauna de estos parajes; invitan a fijarse en ellas, tan grandes, tan largas, sinuosas y en lucha permanente por conseguir salir del suelo, volar en libertad imposible, mezclarse y comunicarse entre ellas mismas, haciendo caso omiso a su origen, a su pertenencia distinta. Sí, las hayas crecen solitarias, distanciadas por una métrica matemática, pero su razón de ser, las raíces, se hermanan en permanente entrelazado.
Quirce regresa, guiado por la propia senda, subiendo y acomodando sus pasos por los perfectos escalones que conforman las raíces de las hayas; echa una última mirada a varios ejemplares jóvenes y los acaricia también, para sentir la corteza lisa, húmeda y brillante. Aprieta los líquenes que van creciendo en la zona norte de los troncos -son como esponjas- para que destilen agua, que Quirce recoge en sus manos, para refrescar su rostro cansado y continuar el camino.
Baja con atención el puerto, en dirección sur, hacia zonas más pobladas, las que conforman la región campurriana. La tarde cambia, apreciándose mejores claros y ausencia de nieblas, pero el día -invariable- se agota y deberá buscar lugar para pernoctar. No se sorprende, pues sabe sobradamente, cual es su lugar preferido de acampada. Ha salido a la N-611 y la ruta se hace cómoda y rápida; su intención es llegar a la desviación de Nogales del Pisuerga, para terminar la jornada. La última recta ya indica su cobijo, pues hay una elevada chimenea que expele humo en abundancia, preludio o hito que anuncia la posada.
– ¡Lobo Quirce!..., ¿Qué demonios haces por estos andurriales?
– ¿Hay habitación libre?..., Tasio.
– Joder, qué preguntas haces, Quirce… Hay ocho tráileres y 3 rígidos; estaremos como piojos en costura, pero tú no, seguro. Lo sabes de sobra, Lobo.
Revisó el recién llegado su vehículo, cerciorándose de controles y cierres; cogió la documentación de carga y el macuto con su ropa de cambio y algunos cachivaches personales y caminó hacia la entrada del motel de carretera. Apenas saludo con la cabeza a algunos parroquianos presentes; el camionero Quirce era parco en palabras y solía hablar con la mirada, algunos gestos indolentes, seguidos de movimientos precisos de sus manos. No, no solía pararse a cambiar impresiones, salvo las clásicas de las circunstancias de la ruta, de la carretera, del clima. Eran solidarios los conductores y siempre se comunicaban los posibles problemas de las vías por las que transitaban, pero hoy, la meteorología no daba para muchos comentarios, pues era evidente que el tiempo cambiaba para bien de todos, ya hacia el sur meseteño, como para la cornisa cantábrica y sus puertos de montaña.
No estaba la mesonera allí para recibirle, pero Celia en seguida le entregó una llave, la de la habitación alta y solitaria que se encontraba en la segunda planta, orientada a la solana, desde donde podía observar las colinas alternas -testigos separados de la huella horadada por el río Pisuerga-, algunos prados, el huerto de Felisa y los corrales. Echó una cabezada Quirce en su habitáculo, se duchó y adecentó un poco su figura -lo cierto es que poco, ya que era adusto hasta en la vestimenta-, para bajar al salón-comedor, con intención de cenar caliente las viandas famosas de aquella cocina camionera. Saludó a varios colegas que iniciaban su penúltima tarea, la de saciar el apetito, para después, dormir en la tranquilidad de aquel mesón recoleto y familiar, tan al gusto de la grey que componía Quirce y sus colegas. Había calor humano, cordialidad, y un refuerzo añadido en la chimenea, donde crepitaban varios troncos de rebollo, pues incluso en primavera, al caer la noche, la montaña palentina era fría, a veces, demasiado fría. Solía situarse el lobo Quirce en la mesa lejana de un rincón con buena cristalera, desde donde divisaba la ribera del río, la pequeña chopera que guiaba el cauce, un rústico puente que era la salida natural del pueblo hacia el mesón, hacia la carretera y allí comió, bebió un buen rioja que reservaba la propietaria para determinadas ocasiones, y Quirce descansó un rato, en espera del suculento flan con nata que tenía por costumbre tomar para cerrar su menú carretero. Llegaba hasta la mesa de Quirce el aroma de té ceilandés que se cocía cerca, al tiempo que crecían murmullos entre los comensales. Nada nuevo bajo la luz tenue del comedor, bajo el calor y el olor que producían los maderos que se quemaban en la gran chimenea del comedor; era lo de siempre, saludos de la compaña a Felisa -furtivas miradas a su rotunda presencia, a sus curvas prodigiosas, a su lucida boca de labios carnosos y atractivos- , la mesonera dueña, que entraba con una bandeja amplia: sus cacharros del té, el café para el Lobo y un platillo con pastas del convento de San Andrés, muy caras y gustosas para el silencioso camionero del rincón, que ahora levantaba la mirada, brillante y audaz, al tiempo que sus cejas enmarcaban otro rito -el de la admiración-, su glotis emitía un rugido amable y cariñoso…, poco más, era la actuación de Quirce ante la llegada de su amiga.
– ¿Un mes…Quirce?, quizás… ¿dos?
– Ya, Felisa… puede que sean dos. He visto el huerto con mucha cizaña. Mañana cogeré la azada y el rastrillo.
– ¿Dónde vas?...
– Llevo mármol travertino para Astorga…, pero me quedaré un día más. Saldré el lunes, para coger la A-231 en Osorno.
Mínima conversación, acompañada por las infusiones calientes que cada uno tomaba a su manera, según su estilo propio. El lobo era así, solitario, mudo las más de las veces, acostumbrado a sus pensamientos en compañía de sí mismo, en la cabina de su camión, ordenando permanentemente sus ideas, sus deseos… sus sueños. Era consciente de su relación con esta mujer, y no dudaba en acudir a su instinto, si la suerte de la ruta, acercaba su destino a aquel castillo agradable, junto al río Pisuerga, en el cálido ambiente del mesón de Nogales. Bebían despacio, con intención de que aquel momento fuera siempre largo, al calor del fuego, al calor de los murmullos familiares de los colegas que terminaban su cena. Su diálogo era silencioso, pues hablaban los ojos, sus miradas profundas, enigmáticas: sabían siempre las respuestas a las preguntas que inquirían sus rostros, las cejas arqueadas, las muecas que formaban sus labios…, conversación entre seres que se amaban, aunque fuera en la distancia de miles de kilómetros de asfalto, de rutas imprevistas, de un clima perturbador, hostil. Olvidaban los adornos de la retórica, apenas hablaban del tiempo, de sus vidas…. Estrechaba con fuerza Quirce la mano de su compañera, mientras se deleitaba fumando un habanos. No, no hablaban con sonidos guturales, era simple química de deseo, de complacencia.
El rito continuaba, y al calor de su regazo, Felisa guardaba un pequeño libro, oculto en el mandil blanco, que ahora sacaba, descubría con cuidado. Abría invariablemente éste por cualquier página… y leía:
Ruge el viento montaraz, allí… en el roquedo
Preludio de un tiempo primoroso que ya llega
Se aprecia en el caudal de los regatos frescos
El manto de nieve disminuye…, se va licuando
Al tiempo que en el bosque se amplia el sonido
Es la tarjeta de visita de la primavera […]
El lobo Quirce mira hacia el ventanal; apenas puede apreciar el cuadro exterior, pues la oscuridad se hace patente, pero es una excusa, un pretexto para no mirar a la lectora; simple recurso para hacer trabajar la memoria y recitar hacia el cielo, en la propia intimidad de su cerebro. ¡Claro que conoce estos versos! Son trabajo pasado de otros descansos carreteros allí, junto al Pisuerga, al amparo de un castillo querencioso, que administra con cuidado su amiga, la mujer palentina que aquieta su alma, cuando ésta se rebela de tanta soledad, del intimismo permanente de su ruta.
Las largas horas en la carlinga, en cualquier descanso camionero, en los moteles y, especialmente allí, en la montaña campurriana, han conformado unos poemas, que el sutil lobo Quirce ha encuadernado para obsequiar a la soberbia mesonera; fue un regalo especial que no supo entregarle en mano, con verbo personal. Simplemente olvidó un día en el rincón, en aquella que era su mesa predilecta…, abandonado allí, junto a la taza de café vacía, pero que hábilmente dedicó a su amada. Por eso ella supo, en seguida, que el olvido no era fortuito, tenía la etiqueta de su nombre y un remite claro, del taciturno camionero que bajaba al valle del Pisuerga… de tarde en tarde.
Abandonaron el salón los últimos, tras la lectura suave de unas páginas; Felisa guardó con cuidado el librillo en el blanco delantal. Pasaron la noche juntos, en la limpia alcoba reservada a Quirce…, enrollando sus cuerpos, lamiendo sus aromas salinos, respirando, jadeando, entre dentelladas del lobo a los senos entrañables de la jefa de manada, a los potentes glúteos de esta loba, caricias, mordidas selectivas a los lomos, al cuello de Felisa. Quirce no se transforma; ya es un cánido atrevido, bien en la jauría de camioneros, o para el amor que profesa a la mesonera. Noche impregnada de aromas, sensaciones profundas en la estrecha habitación de aquel mesón de carretera. Descanso y silencio al final de otra aventura.
Quirce despierta tarde. Lo siente al percibir el calor solar que empieza a inundar la madera del suelo, en aquella habitación. Está solo; su compañera de manada hace tiempo que ha huido, pues tiene trabajo en el castillo. Hay que organizar el desayuno de la grey, limpiezas y programas hosteleros. Tiene un suculento desayuno preparado y lo aprovecha, allí mismo, sin salir de su pequeño cubil. Cogió nuevas fuerzas, energía, para bajar más tarde al corral, donde trabajó duro, hasta la llamada a la cocina. Lo cierto es que limpió el huerto, drenó los canales de riego, podó ramas de algunos árboles frutales y se aplicó en fabricar tierra abonada - quintal y medio, aproximadamente- para la ampliación que proyectaba su compañera. También proveyó la leñera, un poco exhausta tras el invierno, ejercitándose con un par de hachas que afiló cuidadosamente, para trabajar una docena de troncos medianos de quejigos, ahí preparados y bien secos.
Era un remanso de paz salvaje para Quirce, dosificando sus horas libres entre trabajos, casa y compañera. Dos días que robaba a la monotonía de la infinita carretera, que añadía con devoción a su mochila de satisfacciones. Descanso…, compañía y entendimiento con la mujer trabajadora del mesón. Pocas palabras, apenas unas miradas, el contacto de una mano que le acariciaba el rostro, unos susurros…, un gruñido de satisfacción.
El domingo se levantó el lobo temprano, pues había oído que cerca de su refugio, junto a un camino carretero, hacía días que yacía un viejo jabalí, junto a una tronera, buscando un sitio de resguardo que jamás encontró. De madrugada se deslizó furtivamente entre las sábanas de su camastro, respirando con ansias la fragancia que todavía exhalaba el aire quieto, el olor a mujer palentina impregnaba aún el ambiente. Ese día amaneció antes para él, que se vistió presuroso y en silencio, observando a la hembra, que descansaba en profundo sueño -ahora sola-, mostrando su rostro anguloso y perfecto, remarcado por las negras pestañas, plegadas y quietas, que intentaban dibujar dos segmentos de círculo, espesos, del color de la noche. Sentía el camionero la respiración, el aleteo de las fosas nasales; un ritmo acompasado en el corazón de la dama soñolienta se unía al suyo, a pesar de su marcha inminente. Quizás le hablara poco, pero cuando la veía, convivía con ella esos mínimos días, sentía pasión, enormes deseos de permanecer en aquel lugar recóndito, junto a la carretera N-611.
Cogió la mochila con el material fotográfico y un pequeño hide de lona marrón, con manchas verdes, mimetizado, como la vestimenta del lobo buscón, que se transformaba en fotógrafo paciente y perspicaz. Pegado a los arbustos de ribera, entre dos enormes zarzamoras, acopló su escondrijo y preparó los trípodes y teleobjetivos. Se acercó al animal muerto, para comprobar qué había ocurrido. La posición del jabalí era de tranquilidad, luego no fue muerte violenta, mas bien, agónica, tumbado con las patas recogidas, era un ejemplar grande y viejo; el largo pelaje empezaba a caerse y se encontraba hinchado, luego llevaba allí varios días. Los buitres bajaron probablemente el día anterior y dejaron algunas huellas: la jeta blanda y morruda había desaparecido con los primeros picotazos de las carroñeras. Se veía claramente la huesuda mandíbula y los largos colmillos; también las zonas blandas traseras, como el escroto y el ano, picadas ávidamente por los buitres, buscando las entrañas fáciles.
Se replegó Quirce a su cobijo, rodeado de un silencio pleno, apenas roto por el leve rumor de las aguas del río, ancho en esa zona, también silencioso. Ya podía vislumbrar el sol, tras las lomas cercanas que protegían el pueblo de Nogales y allí permaneció nuestro hombre, dos horas quizás, hasta que un ejemplar grande, vistoso y dominante, aterrizó con cierto estruendo, a unos 30 metros de la carroña. Quirce, tenso, siguió esperando -el buitre se tomaba bien su tiempo-, hasta que la confianza empujó al ave a seguir acercándose a la presa. Por fin, tras media hora, rondaban la carnaza 20 ejemplares, mas sólo estaba cerca, muy cerca, el ejemplar primero -el dominante de la buitrera palentina-, que se decidió a iniciar la comilona. Baile de buitres, gestos, posturas imponentes con las alas desplegadas, gritos y quejidos…, baile ancestral de aves carroñeras. Quirce sudaba, se excitaba y nervioso, tiraba instantáneas encadenadas, hasta gastar los dos carretes que llevaba.
Los buitres seguían, se alternaban en el selecto picoteo del animal muerto, pero Quirce estaba cansado; fumó un habanos con placer y cerró los ojos. Otro rito, quizás el último de la jornada: el rumor del hayedo, su olor a limpio, la sinuosa carretera secundaria hasta la N-611, la cena en el rincón de un caliente comedor de camioneros, el ritmo cadencioso de varios versos, la fragancia de una mujer, sus cálidos brazos que aún le protegían de miedos infundados -soledad perenne del conductor de mil destinos- al abrigo de su habitación preferida y escogida del motel, un huerto vivo y con futuro, una aventura de muerte para un suido, que era el porvenir de nuevas rapaces carroñeras, señoras del cantil cercano, horadado durante millones de años por el río Pisuerga, escudo protector de aves, animales, aguas que fluyen hacía el sur, plantas y arbolado confiado con ese clima, una mujer cercana y segura, en aquel paraje indómito, que es belleza pura. Sí, Quirce cierra los ojos, escondido en aquel parapeto de lona, en busca de la última sensación: la lucha rabiosa entre la belleza absoluta de un paisaje agreste y la impronta mágica de una mujer de ojos negros.
Relato publicado en la revista Solo Camión en dos capítulos: números 201 y 202
Ilustraciones de Llorenç Amer
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